"Homeless" JAVIER CERCAS
Con la excusa de que estoy un poco resfriado, el domingo por la mañana me quedo en casa y mando a mi mujer y a mi hijo a pasar un día de campo. Apenas salen, me enfundo mi uniforme de trabajo -zapatillas de andar por casa, pantalón de pijama, camiseta de los Teletubis- y me pongo a trabajar. A las doce advierto que me he quedado sin tabaco; cojo el dinero justo y, sin ponerme siquiera los zapatos ni el abrigo, salgo a comprarlo al bar de la esquina, pero en el instante en que se cierra la puerta de mi casa me asalta la sospecha de que me he dejado las llaves dentro. Presa de un ataque de angustia, busco en los bolsillos del pijama: nada. A punto estoy de liarme a patadas con la puerta, pero me contengo. Me digo que, como es probable que mi mujer no regrese hasta la noche, lo mejor será que llame a un cerrajero. Voy a la tienda de la esquina, que abre los domingos. Después de mirarme de arriba abajo sin reírse, el tendero me dice que puede darme el teléfono de un cerrajero de urgencias. "Pero la última vez que llamé a uno", me advierte, "me costó 20.000 pesetas". "20.000 pesetas", pienso. Decido ir a una cabina y usar el dinero del tabaco para pedir ayuda a un amigo. El amigo no está. Llamo a otro amigo. Y a otro. Me quedo sin monedas y sin amigos a los que llamar. Un poco asustado -de repente, estoy sin casa y sin familia y sin dinero y sin amigos y casi sin ropa-, vuelvo a la tienda y pido que me dejen llamar al cerrajero. Llamo al cerrajero y le pregunto cuánto me va a costar el servicio. "15.000 pesetas", me contesta. No sé por qué, pero me parece baratísimo, y acepto. Al rato llega el cerrajero, que tiene aspecto de jugador de rugby y en seguida se pone a forcejear con la puerta de mi casa, pero al cabo de unos minutos de sudar sin éxito me dice que, para abrirla, tendrá que romper la cerradura, lo que significa que habrá que poner una cerradura nueva. "Le costará 40.000 pesetas". Me agarro a la barandilla de la escalera para no caerme. Cuando me recupero, le digo que en ese caso lo mejor es dejarlo correr. "Entonces le haré una factura por el servicio mínimo", dice, y me tiende una factura por 15.000 pesetas. "Tiene que abonármelo ahora". "Estoy sin blanca", le digo. Entonces el cerrajero pone una cara rara; de golpe me parece más grande y mucho más fuerte que antes. Me apresuro a explicarle que el dinero y las tarjetas están dentro de casa y que ahí lo único que tengo son las zapatillas, el pijama y la camiseta de los Teletubis. "Si quiere puede quedárselos", me oigo gemir, desesperado, pero ya es tarde, porque tengo la boca del cerrajero a un milímetro de distancia, amenazándome con partirme la cara si no le pago al día siguiente; luego me suelta y se larga. Me levanto del suelo y voy a la tienda de la esquina; está cerrada. Como ya no tengo a nadie a quien recurrir, me acerco al parque y me siento en un banco. La gente me mira de forma aún más rara que el cerrajero; muerto de envidia, les veo marcharse a comer a sus casas. En el parque ya sólo quedamos un mendigo y yo. El mendigo está más abrigado que yo. Pienso que ahora yo también soy un mendigo; pienso en lo fácil que es convertirse en mendigo. Hace sol. Hace frío. Pronto hace más frío que sol. Luego ya sólo hace frío. Al rato -se ha hecho de noche- me despierto helado y hambriento y con fiebre; por un momento me da la impresión de que está lloviendo. Estiro la mano y en ese momento una señora pone en ella dos monedas de 20 duros. Estoy a punto de devolvérselas, indignado, pero lo pienso mejor y me las guardo. Entro en el bar de la esquina y me tomo un cortado que me sabe a gloria, pero en seguida me doy cuenta de que mi presencia en el bar no le hace ninguna gracia al barman; pago y salgo a la calle. Camino mucho. Y por fin, después de pasarme dos horas dando vueltas por mi barrio, arrastrando mi desolación y mis zapatillas y esquivando las miradas de la gente, veo luz en mi casa. Entro en ella destrozado y enfermo, como si llegara de un viaje a la jungla. Feliz, le doy un beso a mi hijo; entonces mi mujer me pregunta de dónde vengo, y cuando ya estoy a punto de explicarle que en realidad sólo había salido a comprar tabaco compruebo que ella me mira con cara de estar convencida de que me he pasado el día corriéndome una juerga salvaje, así que me digo que lo mejor es que me calle y me meta en la cama, jurándome que, me haya o no curado de la pulmonía, el próximo domingo seguro que salgo con ellos al campo.
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