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Reportaje:

Cocina en tiempos de penitencia

,Entre las múltiples frases geniales que legó el escritor Julio Camba hay una que viene muy a cuento, metidos de lleno en época cuaresmal y en vísperas de la Semana Santa. Es aquella que afirmaba que la cocina española "está llena de ajo y preocupaciones religiosas". En otro artículo inolvidable llamado Los prejuicios insistía Camba: "Pero no todo es ajo, aunque así lo parezca en la cocina española. Además del ajo, nuestra cocina tiene, como he dicho, preocupaciones religiosas, y algunas de ellas saben bastante bien". Entre éstas, se refería fundamentalmente al cerdo, que no es sólo útil para distinguir a los cristianos viejos, sino que constituye un auténtico manjar en sí mismo. Lo que menos estimaba de estos preceptos religiosos eran los potajes cuaresmales y las abstinencias de los viernes, que conllevaban el consumo de pescado. Un pescado que le parecía "muy bien cuando efectivamente es de los viernes, pero en el interior de Castilla suele ser de los lunes, o de los martes o de la semana anterior". Redundaba en una realidad palpable y es que por aquella época el llamado fresco en el interior peninsular tenía muy poco de ello. De ahí la animadversión del gastrónomo gallego hacia el bacalao que por entonces se vendía por toda la piel de toro impuesto por la fe y la necesidad. "Esas momias pisciformes que llamamos bacalaos, y que, al decir los comerciantes, proceden de Escocia y de Noruega, aunque más bien parecen extraídas de las tumbas faraónicas en unión de la mojama, los cacahuetes, los garbanzos torrados y demás alimentos fósiles". No creemos que hoy día Camba opinara lo mismo del bacalao actual y su culinaria, que, junto con la de su prima hermana, la fresca merluza, es uno de los timbres de gloria no sólo de la culinaria vasca, sino de los platos más creativos del momento. Gran culpa la tiene la calidad de este salazón y las técnicas modernas y, por supuesto, condicionado todo ello a los gustos de los comensales de hoy. Como sucede también con los ahumados, que de recurso de conservación han pasado a utilizarse por puro placer, lo que conlleva que el punto de ahumado sea notablemente inferior al que se empleaba hace años. Lo mismo podríamos hablar de las marinadas, mucho más breves y ligeras que antes. Los bacalaos verdes o de media curación tienen un periodo de conservación mucho más breve que los de antaño, amojamados, secos y con un punto de sal altísimo. Afortunadamente, también hoy han cambiado mucho las cosas en esto de los ayunos, abstinencia en carnes y otras mortificaciones del pasado. Sin hablar del mayor laicismo de la sociedad actual, manifiesto también en los usos y costumbres culinarios, que se han flexibilizado hasta el punto que se hace irreconocible en la actualidad la que se llamaba comida cuaresmal. Unos menús que ahora se pueden recordar echando la vista atrás. No hay mal que por bien no venga, porque el aumento del consumo de pescado se produce no sólo por el despegue a partir del siglo XI de la actividad marinera y pesquera, derivada a su vez del establecimiento de los normandos en distintos enclaves de la costa vasca, sino fundamentalmente por la observancia de los preceptos religiosos, que prohibían la carne no sólo durante esta época, sino durante al menos 150 días al año. En cualquier caso, el ayuno y la abstinencia son prácticas ancestrales, comunes en todos los pueblos y todas las religiones, que comenzaron a consolidarse a partir del siglo II. Unas prohibiciones que tienen como fin purificar el cuerpo y disponerlo para su relación con la divinidad, pero que han conocido a lo largo de su historia distintos grados de restricción. En principio, la sopa de aceite, el pan y el agua fueron durante mucho tiempo el alimento principal de la Cuaresma. Con ello se cumplía la regla de comer poco y alimentos poco nutritivos. Entre los alimentos prohibidos se encontraban la leche, los huevos y la carne, según la época. Luego este triste espectro alimenticio se fue ampliando y los huevos y la leche superaron el cruento veto. Nació por lo tanto, una gastronomía típica basada en los salazones de pescado, en los potajes en las verduras y legumbres, una cocina que en gran parte se forjó en los conventos y monasterios, cuyas despensas no podían presumir, precisamente, de abundancia de carnes. Esta escasez de carnes aupó a los huevos, cocidos al rescoldo, fritos o estrellados o pasado por agua, bien solos o en tortilla en la sartén con un poco de vinagre o agraz. Ello confirmó que los ayunos no eran muchas veces una práctica tan piadosa como obligatoria. Cuando no había otra cosa que echar a los pucheros, en muchas casas humildes era habitual decir que se guardaba el ayuno. Sus dueños disimulaban sus carencias declarándose cristianos obedientes y justificando así la falta de alimentos. De lo que no hay duda es que el pescado conoció su primacía con la Cuaresma. A partir de la Edad Media, no falta en ninguna mesa. El principio religioso que prohibía matar animales de sangre caliente excluía ipso facto al pescado y algunas especies, como el caracol. Así, recetas como los garbanzos, en salsa, con espinacas, con arroz o bacalao, según la costumbre de la zona, se repetían en mesas de todo condición y pelaje durante la Semana Santa. Otro plato corriente de la Cuaresma en muchos sitios era el guiso de congrio, acompañado de legumbres y verduras o patatas. También fue estelar el protagonismo del arenque y otras preparaciones, como el besugo al horno con verduras, sardinas al horno o en escabeche, el chicharro, etcétera. Sin olvidarnos de las judías blancas rehogadas, las migas, las patatas guisadas, las lentejas de vigilia, las habas cocidas y los caracoles. Otra costumbre de la Cuaresma era hacer dulces y pastas para regalar. Los buñuelos se hacían para ofrecer a los amigos y a las personas importantes; incluso en algunos lugares, a los herreros y carpinteros, porque se decía que al final siempre se acababa por necesitarlos. Y además de los buñuelos, dulces como los frisuelos, la leche frita, los orejones, las torrijas,... En los caseríos vascos el menú típico consistía en la sardin zaharra (sardina vieja) y en los cocidos de legumbres, sin condimentar con carne, tocino o manteca, sino con aceite vegetal, además del consabido bacalao y abadejo seco en muy diversas modalidades. Un panorama el de los ayunos y las dietas cuaresmales que ironizó como nadie Quevedo: "Desaforada y / con cara de viernes, / que pudieran ser acelgas / entre lentejas y arenques".

Pecados veniales

Si hoy día quiere cumplir con los preceptos religiosos de estas fechas y al mismo tiempo hacer todo un desafío de modernidad qué mejor que dejarse guiar por nuestros cocineros más creativos y convertir así el consumo de las verduras, legumbres y pescados no sólo en una obligación devocional, sino en todo un juego o lo que algunos pueden llamar el pecado mejor visto desde siempre por la Iglesia: la gula. Se podría confeccionar un menú, algo virtual, ya que muchos de estos platos pueden no seguir en carta, pero son de los más sobresalientes de los últimos tiempos. De aperitivo, nada mejor que el Martini en plato con el sorprendente sorbete de aceitunas de anchoa, surgido de la prodigiosa imaginación del cocinero navarro Koldo Rodero. Resulta obligatorio el bacalao con potaje de garbanzos del restaurante Andra Mari, una deconstrucción del plato tradicional de vigilia, si bien habrá que eliminarle para el cumplimiento de la misma el aceite de jabugo y el tuétano a la plancha. Otro potaje, el de de chipirones, bogavante y caldo de garbanzos de Hilario Arbelaitz, de Zuberoa, casa a las mil maravillas con las obligaciones cuaresmales. La refrescante ensalada de bogavante, nabos y chipirón con vinagreta de nabos de Martín Berasategui es otra opción tentadora. El bacalao en lasaña de ostras y sopa de percebes del Gaminiz de Plentzia, del incandescente Aitor Elizegui, es un plato apoteósico en el que interviene ese salazón imprescindible de la Semana Santa. Y no se puede dejar de citar la que posiblemente sea una de las mejores reinvenciones: el último grito de la actual carta del restaurante Bermeo, en su nueva etapa, la crema fina de patatas en salsa verde con lomo de rape asado y almejas simplemente abiertas, en la que el guisote marinero, poderoso de sabores populares y tradicionales, se convierte en una delicadeza sutil, casi de terciopelo. Todo de pecado, pero sólo venial.

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