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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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El mal francés

Mario Vargas Llosa

En el centro del escándalo que ha desplomado como un castillo de naipes a la poderosa Comisión que dirigía la Unión Europea se halla un oscuro setentón oriundo de la somnolienta localidad de Châtelleraut (diez siglos de antigüedad), que ahora se recupera de una crisis nerviosa en un hospital de Poitiers: el Dr. René Berthelot, de profesión dentista.La celebridad y la ignominia cayeron sobre el infeliz estomatólogo al mismo tiempo, cuando se reveló que, por 18 meses, había disfrutado, como "asesor científico" de la comisaria europea Edith Cresson (encargada de Investigación, Formación, Ciencia y Educación), de unos contratos ficticios, gracias a los cuales se embolsilló unos 60 mil dólares sin mover un dedo. Algunos comentaristas han señalado, indignados, que es cicatería hacer tanto escándalo por una cantidad de dinero ridícula, comparada con lo que, digamos, roba mensualmente cualquier ministro de una cleptocracia tercermundista. La ex-comisaria Cresson comparte este criterio, sin duda, porque, cuando se hizo público el episodio de su amigo el dentista, repuso a los periodistas, desafiante, con una cita de su tocaya Edith Piaf: Je ne regrette rien. Y aseguró que todo esto era una conspiración alemana para dañar el prestigio de Francia. La señora Cresson, a la que su maestro y protector François Mitterrand llamaba "mon petit soldat" (mi soldadito) es famosa por la franqueza con que expresa sus ideas, aunque éstas, por desgracia, no sean siempre de una inteligencia cartesiana. Por ejemplo, de Primera Ministra de Francia inventó una estadística que causó considerable sorpresa en Gran Bretaña: "El 25 por ciento de los británicos son maricas".

Mientras este escándalo alborotaba Bruselas, dos más explotaban el mismo día en París. La Justicia decidía investigar a otro protegido del difunto Mitterrand, su antiguo Ministro de Relaciones Exteriores y actual Presidente del Tribunal Constitucional, Roland Dumas -la tercera jerarquía del Estado- por las acusaciones de su antigua amante Christine Deviers- Joncour, autora de un llamativo libro confesional, La puta de la República, que acusa a aquél de haber recibido dinero de la multinacional Elf-Aquitaine, a cambio de tráfico de influencias. Y Le Monde y Liberation publicaban una carta personal del Presidente Jacques Chirac, cuando era alcalde de París, que podría implicarlo también en la trama de la creación de 300 empleos ficticios en la Alcaldía de la capital francesa, por la que se halla ya inculpado el ex-Primer Ministro Alain Juppé.

Edith Cresson y Roland Dumas son socialistas, Chirac y Juppé conservadores. Las diferencias ideológicas entre las dos grandes formaciones políticas de Francia parecen eclipsarse en lo relativo al aprovechamiento indebido del poder, que muchos dirigentes de ambas tendencias practican con alarmante frecuencia, a juzgar por los continuos escándalos de esta índole que salen a la luz pública. Desde luego que esto no se puede explicar atribuyendo a la clase política francesa una propensión delictuosa más elevada que el promedio europeo. Por otra parte, Francia es todavía uno de los escasos países desarrollados donde la vida política atrae a jóvenes de alto nivel intelectual (muchos de sus políticos y administradores salen de las grandes y prestigiosas escuelas superiores, como la ENA, el Politécnico y la Escuela Normal), en tanto que en países como Estados Unidos y Gran Bretaña las estadísticas muestran, en los universitarios más destacados, un desdén creciente hacia la política y una preferencia por los negocios, la técnica o la ciencia. El político francés medio suele ser bastante más culto, leído, hablado y pensado que sus congéneres de otras latitudes. ¿Por qué, entonces, yerran (no digamos delinquen) con tanta facilidad cuando se trata de los dineros públicos?

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Por culpa de la cultura estatista (el diccionario dice que debe decirse "estatalista", pero nadie que tenga sensibilidad auditiva debería incurrir en esa horrible cacofonía), una cultura -en verdad, una ilusión- tan arraigada en las costumbres, creencias y el subconsciente colectivo de los franceses, que participan de ella aun quienes creen combatirla. El estatismo consiste en creer que el responsable último de la felicidad o infelicidad humana es el Estado y, por lo tanto, en conferir a éste, o, mejor dicho, a quienes lo representan en los cargos públicos, unas atribuciones tan desmedidas, que, insensiblemente, los empujan a cometer aquellos excesos que designan las fórmulas: tráfico de influencias, nepotismo, abuso de poder. Es un error creer que el estatismo es sólo congénito a las ideologías colectivistas, como el comunismo y el fascismo, que sacrifican el individuo a la nación o a la clase. El estatismo, aunque de manera más edulcorada, tiene raíces sólidas tanto en la tradición conservadora como en la socialista, y en ningún país europeo ha calado más profundamente que en Francia, y en ninguno ha resistido con tanta reciedumbre su declinación.

La razón es que el Estado fuerte y grande -el Estado napoleónico y el republicano- trajo muchos progresos sociales e hizo de la democracia política una realidad tangible para los franceses: la educación laica y de alto nivel al alcance de todos, una administración ilustrada y competente, una justicia y un orden legal que se extendían por todas las extremidades del exágono y una seguridad social que protegía a los ciudadanos contra el paro, la enfermedad y la vejez. No es raro que, en una sociedad así no tuvieran mucho éxito aquellos pensadores aguafiestas, que nadaban contra la corriente, arguyendo que dejar crecer excesivamente el Estado es peligroso para la salud de una nación, porque, de servirla, en un momento dado empieza a servirse de ella, a vampirizarla devorando sus recursos, a paralizarla con sus infinitos tentáculo burocráticos, y a adormecer sus reflejos y su energía creativa sumiéndola en la costumbre de la dádiva, es decir en la decadencia y la pasividad. A eso se debe la formidable paradoja de que Francia, un país que ha dado a la cultura liberal una secuencia notable de pensadores, de Constant y Tocqueville a Henri Lepage y Raymond Aron, no haya conocido todavía una revolución liberal y conserve el Estado más grande e intervencionista del mundo occidental. Un Estado que han hecho crecer en poderío y burocracia, por igual, los gobiernos de izquierda y de derecha. Prueba de ello: los de De Gaulle y Mitterrand.

Las privatizaciones de empresas públicas de los últimos años -hechas tarde, mal y a regañadientes-, contra lo que podría creerse no han revertido la tendencia estatista de la cultura francesa. Por el contrario, la clase política las repudia, las considera un sacrificio que exige de Francia una globalización económica a la que ve con desconfianza e inseguridad, y, a menudo (igual que Ma-

dame Cresson las denuncias contra sus malos manejos) como una conspiración anglosajona contra la "identidad" francesa. Por eso, los franceses -los agricultores, los estudiantes, los pilotos, los camioneros, los jubilados, el creciente número de parados, etcétera etcétera- siguen haciendo huelgas y saliendo a la calle a exigir que el Estado les resuelva los problemas que enfrentan. No muchos franceses se han enterado de que, precisamente porque es tan grande que apenas puede moverse, ese Estado, pese a devorar tan ingentes recursos y esquilmar a los contribuyentes con impuestos cada vez más elevados, está cada día menos apto para prestar todos los servicios que se exigen de él y resolver los problemas ajenos. Ese Estado ha pasado a ser el problema número uno de Francia, la fuente de todos los demás, pues, en vez de ser el mesías que se empeñan en ver en él todavía tantos franceses -lo fue en algún momento, sin duda- ahora socava y drena las energías de los ciudadanos, como la solitaria aposentada en las entrañas del ser que parasita.La corrupción, junto con la ineficiencia, son corolarios inevitables de la elefantiasis estatal. ¿Quién controla a una burocracia que ha proliferado cancerosamente y cuyo volumen y multiplicidad de responsabilidades le garantiza la autosuficiencia y la impunidad?

De otro lado, mitificar al funcionario y al gobernante como una panacea para todos los males de una sociedad tiene el riesgo de que, a la larga, aquéllos se sientan imbuidos efectivamente de una misión superior, y se crean por lo tanto liberados de las limitaciones y trabas que la ley, los reglamentos y la simple moral imponen a las gentes del común. Esto, en el caso de De Gaulle tuvo simpáticas consecuencias de imagen y de verbo; pero, en los de otros gobernantes menos mesiánicos y más pragmáticos, significa, pura y simplemente, manos libres para la prebenda, el tráfico, el amiguismo, los enjuages y el enriquecimiento ilícito. Es verdad que en todos los Estados hay casos de corrupción; pero ésta es menor y más controlable en los Estados que, por ser pequeños, son más eficientes (los casos de Gran Bretaña y Estados Unidos, por ejemplo).

Francia es un país muy próspero y de gentes trabajadoras, que, tanto en el campo político como el cultural, ha dado al mundo obras, valores e ideas enriquecedoras, un país sin el cual la cultura de la libertad, la civilización del progreso, hubieran quedado estancadas muchas veces en el curso de la historia. Pocas sociedades han contribuido tanto a la lucha contra el oscurantismo, en favor de los derechos humanos, el nacimiento del individuo soberano y la libertad. Pero, ahora, se ha quedado rezagada, actuando en función de un pasado de dogmas y prejuicios políticos, como el del Estado-paternalista y el gobierno dadivoso, que es un obstáculo para mantenerse en la vanguardia del desarrollo económico, científico y tecnológico. A menos que se sacuda pronto de semejante anacronismo, en este vertiginoso mundo del tercer milenio al que pronto vamos a ingresar -donde el que no avanza no se queda donde está sino retrocede-, corre el riesgo de no poder ya superar el desfase y quedar convertida en una potencia de segundo orden. Una de esas donde todo el mundo aspira a ser ministro o diputado para enchufar a sus parientes y amigos en el Presupuesto Nacional.

© Mario Vargas Llosa, 1999. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1999.

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