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Futurama

DÍAS EXTRAÑOSRAMÓN DE ESPAÑA Hoy tengo un problema ético. ¿Hasta qué punto es lícito que les recomiende una exposición a cuyo catálogo he contribuido con un texto y en la que el comisario y algunos de los artistas son amigos míos? Sí, tal vez debería callarme como un muerto y no decir ni pío sobre Futur compost, la exhibición que se inauguró el jueves en el palacio de la Virreina, pero... ¡qué caramba!, vamos a pasarnos la ética por salva sea la parte y lancemos el botafumeiro por los aires: la exposición en cuestión está francamente bien y, sobre todo, sirve para reivindicar la figura del diseñador como sujeto pensante cuyas ideas van más allá de lo mono y lo pulcro (en esta ciudad somos todos como Rimbaud, pero sólo para lo malo: capaces de perder nuestra vida por un exceso de delicadeza) para instalarse en el peliagudo campo del arte útil y, al mismo tiempo, un tanto delirante. Estructurada en dos partes (Objetos de hoy para el futuro e Ideas de hoy para el futuro), la exposición, que ha coordinado Quim Larrea, encuentra su razón de ser en la segunda. Nada hay que objetar a los hermosos artefactos de la primera, con los que estamos familiarizados casi todos los que no tenemos el Sepu como nuestra principal fuente de inspiración, pero donde la exposición consigue que el tornillo suelto de los artistas afloje, por simpatía, los pernos del espectador es en su faceta futurista, donde se alternan hábilmente los objetos más o menos comercializables con los que no desmerecerían en una hipotética Fundación Franz de Copenhague. Los artistas elegidos (Martín Azúa, Anna Bujons, Meritxell Duran, Martí Guizó, Ana Mir y Emili Padrós) ya muestran bien a las claras que el señor comisario no estaba por la labor de agrupar en la Virreina a unos cuantos diseñadores florero. Si algo une a esta gente es el componente intuitivo-intelectual que les mantiene felizmente alejados de las artes decorativas. Tal vez por eso, ninguno de ellos se ha hecho millonario hasta la fecha con el diseño. Alguno incluso ha contribuido a enviar a la ruina a algún galerista que expuso sus cosas creyendo, tal vez, que un poco de arte útil podría animar su maltrecha cuenta bancaria (como bien sabe el gran Carles Poy, a quien mando desde aquí un saludo fraternal confiando, por su propio bien, en que no vuelva a intentar hacer por el arte lo que deberían hacer las instituciones públicas). Ahora que algunos celebran el centenario del nacimiento de la ciencia-ficción (véase el último número de Time), los proyectos de Azúa, Bujons, Duran, Guixé, Mir y Padrós muestran el componente doméstico del futuro de una manera que haría muy feliz a Matt Groening, el papá de los Simpson, cuya nueva serie, Futurama, incide en los aspectos más planos del futuro (en el año 3000, según Groening, Internet irá igual de lento que ahora). Mientras que unas ideas son divertidamente inverosímiles (pienso en la cuadrada casa dorada de Martín Azúa), otras son de una sensatez aplastante (los contenedores para comida de Meritxell Duran). Algunos (el reloj y la mesa de Anna Bujons) muestran una extraña poesía futurista que, curiosamente, no desentonaría en casa de nadie. Evidentemente, ya podemos prepararnos para las inevitables acusaciones de frivolidad que este tipo de exposiciones generan entre nuestros conciudadanos más estéticamente inmovilistas, aunque ahora los tenemos a todos tan irritados por la escultura de Mariscal para la plaza de Cerdà que tal vez no reaccionen. De todas maneras, Quim Larrea no se lo ha puesto fácil para que se lancen a ese cultivo del chistecito cruel que lleva años cebándose con el diseño y olvidándose de que también literatos, pintores y cineastas meten la pata en ocasiones. No me lo ha puesto fácil ni a mí. Nada más cruzármelo el jueves en la Virreina, me presentó a uno de los diseñadores del taburete rompecataplines del Nick Havanna sobre el que llevo 20 años haciendo bromas: el tipo es tan agradable que prometo interrumpir los sarcasmos a su costa.

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