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Los tiempos están cambiando

IMANOL ZUBERO En los primeros días de la tregua hizo fortuna la referencia al "paso cambiado" con que tal declaración habría cogido a algunos protagonistas de la vida política vasca y española. Se usaba esta expresión con intención polémica, como si la tregua sirviera de test de verificación de las estrategias políticas de unos y de otros. Y se concluía pensando que, puesto que sólo aquellos a quienes la tregua había pillado con el paso cambiado se verían obligados a adoptar un nuevo ritmo, el resto de agentes sociales y políticos -en particular, los pertenecientes al campo nacionalista- podían sentirse confirmados en su línea de actuación. Pero lo cierto es que la tregua de ETA no confirma la validez de unas estrategias frente a otras. Es por ello que discutir sobre sus causas se ha vuelto disfuncional, pues puede legitimar las posiciones más autocomplacientes, aquellas que concluyen que si la tregua se ha dado gracias a lo que han hecho para qué van a cambiar su actuación. La tregua introduce en nuestra historia una discontinuidad radical. Si esta tregua es indefinida (por tanto, si se va convirtiendo en un cese definitivo de la violencia terrorista), nos encontramos con lo que los analistas denominan un cambio de tipo o de estructura, o de pauta, o de paradigma. La tregua abre, por primera vez en nuestra historia, una expectativa razonable de que la llamada violencia política desaparecerá de nuestras vidas. ¡Cómo no va a descolocarnos, cómo no va a movernos de nuestros lugares, la posibilidad de superar el fenómeno que más ha distorsionado nuestras vidas! Quien diga que esta expectativa no le obliga a revisar sus estrategias en el corto y medio plazo o es un irresponsable o es un insensato. Se equivoca quien pretenda gestionar la nueva situación sin someter a una profunda revisión sus estrategias, sus tácticas, sus mensajes y hasta sus liderazgos. En 1984, Juan Aranzadi reflexionaba sobre la función demarcadora de la violencia en el País Vasco, expresión desgarrada del enfrentamiento entre una violencia autoafirmativa y un Estado crispado por la pérdida del monopolio de la violencia. En esta situación, continuaba el autor, de cara a un hipotético diálogo o negociación para uno y otro lado lo importante no es la aparente finalidad, el logro de la paz, ni tan siquiera -en el caso de ETA- la consecución de sus concretos objetivos inmediatos, sino más bien el modo de conseguirlo, la victoria propia y la derrota del contrario. Como consecuencia, el problema de la paz en Euskadi se habría convertido en el objeto de una confrontación deportiva en la que lo único que parece importar es quién será el ganador: la paz no es ya el objetivo principal, lo primordial ha pasado a ser quién y cómo la consiga y la capitaliza políticamente. ¿Ha renunciado ETA a ser quien suba al podio de ganadores en las olimpiadas de la paz? ¿se ha conformado la organización armada con jugar el papel de entrenador, animador o descubridor de talentos -en cualquier caso, un papel secundario- dejando todo el protagonismo a los atletas políticos? Si así fuera, la competencia por el logro de la paz habría dejado de ser esa perversa confrontación deportiva a la que aludía Aranzadi. Si ETA ha abandonado definitivamente el terreno, aquellos que sigan empeñados en lograr la derrota de un adversario inexistente se parecerán cada vez más a un patético boxeador sonado sólo en el ring prolongando una pelea cuyo final ya se ha producido. La partida ha terminado. Ahora se ha iniciado otro juego, más complejo, con más participantes, con unas nuevas reglas que habrá que ir definiendo progresivamente entre todos. Es un juego abierto. No sabemos cómo se desarrollará este juego ni hasta dónde llegaremos con él. Pero es otro juego y todos debemos cambiar el paso. Empezando por quienes siguen desfilando, cóctel mólotov en mano, al paso de la oca.

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