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Apoteosis de la burocracia

A principios de la década de los sesenta, en el momento en que el existencialismo estaba cediendo el paso a movimientos sociales y modelos de comportamiento menos ensimismados, se hizo en Francia una encuesta con la intención de averiguar con qué identificaban a Kafka sus lectores; o, dicho de otra manera, qué encontraban de kafkiano en sus propias vidas. Hubo respuestas para todos los gustos, sin excluir las que al mismo Kafka le hubieran parecido kafkianas de haber tenido él acceso a ese adjetivo póstumo, tan sugerente y común como impreciso y falto de especificidad. Las autopistas, por ejemplo, fueron merecedoras del calificativo, junto a otros muchos signos de lo que entonces -y ahora- se consideraba el progreso del bienestar o de la instalación en la modernidad tecnológica. Hubo otras muchas respuestas que se atenían al dominio de lo íntimo -la angustia inevitable, el terror atávico, la ausencia de Dios pese a la permanencia de sus leyes-, pero la mayoría hacían referencia al ámbito de lo colectivo y, en especial, a las dificultades por las que pasa el desvalido y timorato yo para adaptarse a las rígidas reglas de comportamiento que ese Gran Hermano -que es siempre el Estado, aunque a veces lo disimule- impone. Buena parte de los encuestados veían lo kafkiano -a saber, lo incomprensible, lo irracional, lo contrario a toda lógica, lo que está vacío de vida y sentimientos pero lleno de exigencias caprichosas, las naderías y los simples engorros que acaban por convertirse en pesadillas, toda la enrevesada maraña de obligaciones absurdas que nos vemos obligados a cumplir- en la burocracia; materia ésta muy del gusto -o del disgusto- de Kafka y motor de arranque de algunas de sus novelas. Después fuimos muchos los que esperábamos que la llegada de unos tiempos más a nuestra medida, más sensatos y ecuánimes, nos trajeran una suavización de las exigencias y del registro al que estábamos sometidos, de los papeleos engorrosos, de las colas, del miedo a la ventanilla, de la prepotencia de los funcionarios, de los molestos desplazamientos de oficina en oficina; y que todos esos incordios y contrariedades fueran debilitándose hasta desaparecer y permanecer en el recuerdo -si es que en algún sitio iba a quedar rastro de ellos- como un símbolo más de un pasado tan banal como fastidioso, en el mismo saco de la memoria donde se han refugiado algunos himnos, ciertos conceptos, el No-Do, las demostraciones gimnásticas de San José Obrero, el concierto de Navidad y todas aquellas ceremonias hueras que nos irritaban y aburrían a partes similares. Pero no ha sido así. Lejos de debilitarse, la burocracia ha crecido y se ha fortalecido, apoyándose en unos aliados poderosos que han contribuido a su robustecimiento: el gusto alarmante por los entresijos jurídicos que se ha despertado entre nosotros, el deseo irreprimible que tiene la gente de controlar a sus prójimos, el supuesto derecho a ese control que da la democracia y, sobre todo, el fabuloso invento de la fotocopiadora, que reproduce y multiplica infinitamente los documentos, y del ordenador, que permite almacenar listas inmensas de datos irrelevantes en el reducido espacio de un disco duro. Y curiosamente, aunque suponga la gente que está controlando a los poderosos, son los individuos menos amparados los que con mayor virulencia padecen la presión oficinesca. Los autónomos, los profesionales independientes -denominaciones tramposas que por lo general no hacen referencia a quienes gozan de libertad, emancipación o autosuficiencia en su trabajo, sino a quienes no pudiendo depender de un único empresario tienen que alquilarse a muchos para conseguir sus ingresos-, los parados que pretenden alcanzar un subsidio, los que están en el trance de jubilarse, los enfermos y hasta los muertos -forzosamente suplidos por deudos-, en una palabra, todos aquellos que atraviesan algún tipo de dificultad añadida a los aprietos que suelen considerarse comunes se ven empujados a acarrear con la carga suplementaria, e indeseada y aborrecida, de solventar unas papeletas, superar unas trabas y enfrascarse en unos trámites de tal envergadura que es moneda corriente el tener que acudir a expertos para su consecución: los gestores, que son como esos escribientes de lugares exóticos a los que acuden los iletrados para que les escriban las cartas y que cumplen entre nosotros con una función idéntica, aunque parezca anacrónico. No cabe engaño. El veloz servicio de los ordenadores y la facilidad de reproducción de las fotocopiadoras son ficticias en manos de los burócratas. El adjetivo "burocrático" sigue siendo sinónimo de premioso, moroso y lento, y antónimo de rápido y eficaz. Y si les parece que exagero, esperen a emprender la declaración de la renta.

Enric Benavent es escritor.

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