El arte de los pieles rojas se suma al Barbier-Mueller
Entonada por una voz femenina, la canción piel roja resonó en las viejas piedras góticas del Palau Nadal, sede del Museo Barbier-Mueller de Arte Precolombino de Barcelona. Quedaba raro, cosa lógica si se tiene en cuenta que lo que cantaba aquella joven era una canción de los séneca, una de las cinco tribus de la Liga iroquesa, compuesta originalmente para darse ánimos al remar en canoa. Pero sin duda fue también bonito. La actuación sirvió para inaugurar la exposición temporal (hasta el 19 de septiembre) Los frutos del silencio, arte de los indios de América del Norte, compuesta por 40 objetos de las culturas nativas de Norteamérica, entre ellas las de las praderas, las del Ártico, las del suroeste y las de la costa del Pacífico. Entre las piezas fascinantes de la exhibición figuran visores de marfil y madera de los cazadores de focas esquimales (inuit) para protegerse del reflejo del hielo, una armilla sioux por la que habría suspirado Oso Erguido, tomahawks dignos de El último mohicano y un sensacional gorro tlingit decorado con decenas de cuerpecillos de armiños. La inauguración incluyó también el sentido recitado de un fragmento de La canción de Hiawatha, de Longfellow, y de las palabras del jefe Seattle (de los suquamish) que tienen enmarcadas en su casa todos los amigos de los pieles rojas ("¿Cómo podéis comprar el cielo? ¿Cómo podéis poseer la lluvia y el viento?..."). El etnólogo Edward Flagler, tan indispensable en un acto sobre los indios como los exploradores apsárokes en el Séptimo de Caballería, subrayó que las culturas indias no sólo no están muertas, sino que algunas, como la de los navajos, florecen hoy. El estudioso deploró que finalmente no se haya podido instalar un tipi piel roja en el patio de entrada del museo, por problemas de fijación. La exposición Los frutos del silencio, cuyo título garfunkelesco alude a unas frases introductorias sobre el carácter de los indios tomadas de los escritos del sioux santee Charles A. Eastman (en el mundo Ohiyesa), se centra especialmente en el interés estético de los objetos, algunos de los cuales poseen también un hondo significado ritual. Es el caso de las pipas, de la manta tlingit -elemento típico de las ceremonias del potlatch-, y de las varias máscaras que se exhiben, como la bellísima de cuervo haida con el pico móvil, la iroquesa con una mitad roja y otra negra, o la muy inquietante de los navajo consistente en un saco de piel con aperturas para ojos y boca. Entre las piezas más destacables están un propulsor (atlatl) para las lanzas en forma de pájaro, que podría ser uno de los objetos artísticos más antiguos de EE UU, y una serie de minúsculas y hermosísimas estatuillas inuit de marfil marino (morsa, narval), algunas muy antiguas, incluso adscritas a las civilizaciones de okvik (anterior a nuestra era) y thule (siglos X y XI). Más moderna, del XIX, aunque deliciosa es otra de una chica a la que se han practicado orificios para colocarle trenzas.
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