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Vapuleos de champán

LUIS DANIEL IZPIZUA Jon Juaristi habla en El chimbo expiatorio de un dialecto bilbaíno, en cuya invención habría participado el mismo Unamuno, que a falta de una lengua propia -el euskera- ya perdida por los naturales, les serviría a estos para distinguirse de la masa de recién venidos, de los emigrantes. Hoy en día no parece necesario inventar dialecto alguno para distinguir parroquias, y el pájaro chimbo, que vuela ya por aquende y por allende del Nervión, ha ideado un procedimiento mucho más sutil, y mucho más inexpugnable, para establecer diferencias. Al fin y al cabo, el dialecto bilbaíno se podía aprender, como se puede aprender también el euskera, de manera que con mayor o menor esfuerzo siempre es posible atravesar ese tipo de barrera y transformarse en chimbo cantarín. Pero cuando la diferencia de lenguas es sustituida por el abismo semántico, no hay pericia lingüística que pueda ayudarnos a sobrepasar en otra cosa. Es cuestión de fe. El idioma es común a todos, pero amigo, lo que se dice con él no significa lo mismo para todos. Uno lleva ya tiempo dando la tabarra sobre este particular, pero la escritura es a veces un remedio contra la impotencia, así que no tengo intención de desistir. Alguna otra vez he citado también la respuesta de Humpty Dumpty a Alicia cuando ésta inquiere si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes: "La cuestión es saber quién es el que manda... eso es todo" Pues bien, entre nosotros ya no se trata de saber de qué lado está la razón, sino de conformarnos con entender según quien nos manda. Ésa es la triste realidad a la que no quiero resignarme, pero el juego semántico está consolidando cotos cerrados incomunicables entre sí. Según como "debo" entender perteneceré a un grupo u otro, a una comunidad u otra. Y ya no se trata de comunidades étnicas o de comunidades lingüísticas, sino de comunidades, para llamarlas de alguna forma, ideológicas, de comunidades de poder, aunque se pretende que funcionen como las primeras. ¿Sólo cabe resignarse a esta impotencia relativista o es posible establecer criterios de propiedad en el uso de las palabras? En el reducto más extremo de la impotencia aún nos quedan como referentes el dolor de quien habla y el sarcasmo de quien pontifica. Y si el que manda quiere mandar también sobre los significados, nos queda la posibilidad de decirle que no, que ahí no; nos queda la posibilidad de rebelarnos, y el lenguaje puede ser un instrumento de resistencia. Yo no estoy de acuerdo con el presidente Aznar cuando dice que los de EH no quieren la paz, sino la independencia, porque perfectamente se pueden querer, y con total legitimidad, ambas cosas. Lo discutible es el sistemático emparejamiento de ambas palabras, esa contaminación metonímica que las equipara en su alcance y significado, y que sacraliza a la más discutible -la independencia- gracias al contagio purificador de la primera. Soberanismo y paz parecen ir de la mano, de modo que a quien no esté con el primero se le niega la posibilidad de que esté por la segunda. De esa forma se convierte además a la paz en encubridora de un proyecto -el soberanista-, que no ha sido, ni es, precisamente pacífico. El siguiente paso va de sí: quien ha estado del lado de la paz -el soberanista-, del lado de la causa justa, no puede ser un verdugo; y quien estuvo "frente" a él tampoco una víctima digna de consideración. Pero la palabra de la víctima escapa a los volatines lógicos y nos señala su verdad, de la misma forma que el sarcasmo que emana de ciertas manipulaciones semánticas nos señala al falsario. Xabier Arzalluz y Carlos Garaikoetxea tienen pleno derecho a llegar a un acuerdo electoral y a celebrarlo con champán. Lo que resulta cínico es que, cuando otros están siendo intimidados con el terror para que no se presenten a las elecciones, el señor Arzalluz diga que han llegado a ese acuerdo porque están siendo vapuleados y celebre su grandísimo sufrimiento con champán. De todo lo que hagan estos señores, sea cual sea su índole, tienen siempre la culpa los otros. Y todos sus pasos, además de afianzarse en el poder -que es para lo que los dan-, les sirven siempre para señalar a los impuros, los indignos del poder y del champán. ¡Cuanta pureza en unos y cuanta maldad en quienes han de -¿deben?- soportar el horror! ¡Cuanto falsario!

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