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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La magia de Joan Brossa ISABEL OLESTI

La historia empezó haciendo zapping. Ante la horripilante oferta que aquella noche me ofrecían en todos los canales, mi dedo iba de uno a otro hasta que se atascó en BTV, donde aparecía Joan Brossa contando cómo se disfrazó de chino en el ejército. Se trataba de una grabación de 1991, Joan Brossa per Brossa, dirigida por Manuel Huerga con guión de Manel Guerrero. Y así aquella noche televisiva que auguraba el mayor de los aburrimientos se convirtió en un verdadero regalo de los dioses. Lástima que el proyecto de Huerga y Guerrero se viese truncado en aquel entonces por los Juegos Olímpicos y lo que habían de ser siete capítulos se quedara en dos porque el director fue reclamado para otros menesteres de mayor vuelo. Pocos días después de esta noche brossiana iba yo por la calle de Regomir cuando se me acercó un muchacho disfrazado de Popeye que me invitaba a entrar en El Ingenio, esa tienda de pequeñas y grandes maravillas: gigantes, cabezudos, caretas, incontables disfraces o juguetes nostálgicos que nos transportan a otros tiempos. Aquella tarde en El Ingenio se ofrecía una sesión de magia. Popeye me dio un papel en el que se anunciaba que cada jueves, de seis a ocho, el mago Faust nos regalaba con un espectáculo. Entré. Un grupo de unas 15 personas de pie rodeaban a un señor vestido de gris que hacía desaparecer unas monedas de encima de la mesa. Luego jugaba con dados, pañuelos, cartas... Faust hacía saltar el número de los dados o acertaba un número de teléfono o encontraba una carta escondida por alguien del público o hacía aparecer otra, previamente cortada a trozos, entera y bien enrollada en el corazón de una naranja que mondaba ante los ojos atónitos de su público. Grandes y pequeños se convertían allí en seres maravillados por prodigios, incapaces de comprender. Brossa decía que la magia divide a la gente en listos y tontos; con la diferencia de que el que va de listo por la vida pretende descubrir la trampa, mientras que el espabilado se deja sorprender. Por eso la magia es tan fascinante, porque subvierte las leyes de la naturaleza. En un momento de descanso, Rosa, la dueña de El Ingenio, me contó su amistad con el poeta, que solía visitarles a menudo ya en tiempos de su padre -el negocio se abrió en 1838-. La idea de estas tardes de magia las propuso precisamente Brossa y empezaron hace algunos meses. Él asistió a la inauguración y a tres sesiones más. La última fue unos días antes de morir. Faust, sastre de profesión, conoció al poeta cuando le confeccionó un chaqué con la bandera española. Esa extravagancia llegaría a ser el poema objeto llamado El sastre, que se expuso en la primera exposición antológica de Brossa, en el año 1986, en la Fundación Miró. Faust ya practicaba algunos trucos de magia con los niños que aparecían por su sastrería. Brossa le animó a perfeccionar su arte y así nació una buena amistad. Juntos asistían a las tertulias de los miércoles en el restaurante Sí Senyor y luego se acercaban a la filmoteca. Ahora Faust ha dejado la sastrería y piensa dedicarse por completo a la magia. Le contratan en fiestas privadas y cada jueves tiene la cita de El Ingenio. Mientras nos enfrascamos en un número de cartas que Faust ha bautizado con el nombre del poeta por ser su preferido, aparece una señora con una amplia sonrisa. Rosa la anuncia como un visitante de excepción. Se trata de Pepa, la compañera de Brossa, que asiste a la sesión por primera vez. Pepa aplaude entusiasmada los prodigios del mago, igual que unas niñas que se han instalado prácticamente encima de la mesa de Faust. Al salir, ya de camino a casa, me cae encima una lluvia de chispas que unos soldadores incontrolados lanzan desde lo alto de una construcción. Tras el espanto me encuentro un as de corazones en medio de la calle de Sant Francesc. No puedo evitar cogerlo. Y pienso que Joan Brossa continúa haciendo magia desde su cielo.

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