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Policía y poder

Joan Ridao Martin

Discutir a estas alturas la conveniencia de que existan cuerpos policiales se me antoja tan absurdo como poner en cuestión la moderna organización de la sociedad y del poder político. Sería tanto como poner en tela de juicio las mínimas pautas de convivencia, la justicia y las leyes, la educación obligatoria o el derecho universal a la sanidad. Y todo ello a pesar de que nos quejamos, y con razón, de las crecientes exigencias del poder, de que éste se introduce cada vez más en la esfera de nuestra vida privada. Sin embargo, como en ningún otro instrumento de nuestra organización social, no es menos cierto que en la policía se concentran todos los excesos y se manifiestan todas las contradicciones del poder mismo, atendiendo a que éste, además de crear Derecho, lo respalda con su fuerza, y que para ello una de sus finalidades deba ser la imposición de la ley y el orden, asumiendo así lo que en términos sociológicos se ha denominado como el monopolio de la fuerza. En nuestro caso, además, resulta casi imposible sucumbir al recuerdo del papel decisivo de la policía en anteriores épocas predemocráticas, sometida al imperio de la ley arbitraria e injusta de la dictadura. En la actualidad, su mayor desventaja, como es natural, reside en que la función de mantenimiento de la seguridad y del orden público depende de un organismo esencialmente político como es un gobierno, cualquier gobierno; que otorga a esta función una clara dirección política. Es en este vector político donde, con mayor o menor intensidad, dependiendo del signo o color político, deben situarse todas las actuaciones que se proyectan contra cualquier fenómeno de reacción social, desde el terrorismo hasta las pacíficas protestas de estudiantes y sectores juveniles alternativos, víctimas estos últimos, por lo pronto, de las furibundas invectivas del Gobierno del Partido Popular, empeñado en enfrentarse también a otros muchos colectivos, entre los que se cuenta la propia comunidad académica universitaria. Paradójicamente, a pesar de esta absurda instrumentalización política de las fuerzas de seguridad, es en la seguridad ciudadana donde cualquier policía debe encontrar uno de sus objetivos primordiales, que alcanza desde la acción preventiva en la protección del ejercicio de derechos fundamentales como el de reunión y manifestación, hasta el uso proporcionado y racional de la fuerza. No parece, sin embargo, que la desafortunada acción de efectivos del Cuerpo Nacional de Policía en la Universidad Autónoma de Barcelona con motivo de la presencia del presidente del Gobierno, José María Aznar, o la más reciente en Cornellà de Llobregat, contra un grupo de jóvenes que protestaba por la presencia en un acto político del ministro de Trabajo, con tablón y pistola incluidos, sean exponentes de proporcionalidad y racionalidad alguna. Más bien ejemplos preocupantes, por la reiteración y contumacia en la falta de previsión y en el exceso de celo policial, lo cual, a la postre, ha acabado magnificando y agravando unos hechos que en nada tienen de distintos a los que se producen en cualquier manifestación o protesta, de donde no vale la pena preguntarse si medió provocación previa o si fue antes una piedra que una porra. Curiosamente, toda esta encendida polémica ha venido a coincidir con la puesta en marcha del flamante proyecto Policía-2000 que, so pretexto de revisar en profundidad el sistema policial estatal prevé duplicar el número de policías que patrullan por la calle, facilitar las denuncias telefónicas y aumentar el gasto para la adquisición de armas, chalecos antibalas y helicópteros, al margen de instaurar el polémico incentivo económico a la disminución de la delincuencia, que aunque se niegue, comportará un correlativo incremento de detenciones e

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