Economía, confianza, instituciones
"There is no virtue like necessity". Estas palabras del clásico inglés cuadran bien con la historia de las ciencias sociales, y en particular la de la economía, pues con frecuencia ha sido en periodos de convulsión o crisis abierta cuando esas disciplinas han sabido incorporar o asentar en mayor medida nuevas nociones y razonamientos acerca de los fenómenos económicos y sociales. Hay algunas señales de que algo así puede estar ocurriendo en los últimos años: las múltiples turbulencias económicas y financieras que vienen sacudiendo a distintas regiones del mundo han introducido dudas acerca de algunos aspectos del sistema de ideas predominante entre los economistas, sobre todo en lo que respecta a las teorías del crecimiento y el desarrollo.Al margen del valor -elevado en muchos casos- que en sí mismos posen las depuradas teorías sobre las que ese sistema se ha venido construyendo, es verdad que en sus terminales más próximas a la realidad se ha impuesto una visión extremadamente reduccionista que lo fía todo, en lo tocante al bienestar y riqueza de las naciones, a la maravilla del mercado, y que urge a aplicar por doquier el consabido recetario de políticas de liberalización y estabilidad macroeconómica a ultranza, así sea su destinataria la economía de Noruega o la de Nepal. La obsesión por identificar la calidad de las políticas públicas -revelada por su capacidad para concitar una amplia confianza en los mercados internos y externos- con los objetivos de eficiencia y equilibrio macroeconómico ha alejado en exceso los focos de otro tipo de factores, sobre todo los relativos a los entornos sociales, políticos y culturales que en los distintos países y áreas delimitan la actividad de los agentes económicos.
Durante la última década, muchas de las economías que experimentaron con esos recetarios se comportaron de un modo más que correcto de acuerdo con tales criterios. Por eso mismo, la comunidad académica y los supuestamente omniscientes mercados han acogido con grave desconcierto la sucesión de dificultades que han sobrevenido a la economía mundial desde 1996. En la búsqueda, un tanto atropellada, de explicaciones razonables sobre las causas de tantos sustos, patologías y contagios, el debate económico ha ganado mucho desde entonces en riqueza y diversidad. Así, se multiplican ahora las justificaciones -que hasta hace poco tiempo se hubieran considerado cosa de impenitentes radicales- para una hipotética nueva arquitectura financiera internacional, en tanto que han recobrado protagonismo argumentos durante mucho tiempo casi olvidados, como los del keynesianismo tradicional (así lo acreditan varios artículos de James Tobin o Jean Paul Fitoussi aparecidos en estas mismas páginas).
En ese clima intelectual más aireado hay, sin embargo, otra novedad que probablemente tenga un alcance muy superior: al encarar muchos de aquellos problemas, y en particular la encrucijada en que se encuentran las reformas liberalizadoras en los países emergentes (síntomas de agotamiento en América Latina, simple fiasco en la Europa oriental), algunos expertos muy influyentes han recordado de pronto un vocablo que en el pasado no han solido frecuentar: se trata de las "instituciones", entendidas -en una definición rigurosa- como conjunto de reglas que modelan el comportamiento de los individuos y las organizaciones en la vida social, sean tales reglas de carácter formal (constituciones, leyes, procedimientos) o informal (costumbres, valores, normas socialmente aceptadas).
"¡Son las instituciones, estúpido!", parece ser el grito de moda entre quienes han descubierto por fin la pieza ausente en el rompecabezas del crecimiento estable. En este punto destaca la voz colectiva del Banco Mundial, lo que sin duda es atribuible a la influencia de quien desde hace un par de años es su principal teórico/ ideólogo, Joseph Stiglitz, uno de los economistas más activos en sacudir el diccionario de ideas recibidas de sus colegas. La reciente publicación del último informe de este organismo (Informe sobre el desarrollo mundial, 1998-1999) es un buen ejemplo de los cambios de óptica que aquí se comentan: constituye una notable novedad que una gran agencia multilateral dedique su principal documento anual a explicar cómo las posibilidades de crecimiento de los países emergentes y en desarrollo, así como su engarce en la economía global, aparecen severamente dañados por las carencias de sus respectivas estructuras institucionales; tales carencias se manifestarían, sobre todo, en el escepticismo o franca desconfianza que provocan los contextos legales y políticos de las transacciones económicas en esos países y en el modo muy inadecuado con que allí se distribuyen los flujos de información y las posibilidades de acceso al conocimiento. En la misma dirección se encamina otro estudio recientemente publicado por un grupo destacado de economistas de la misma agencia, en este caso centrado en el área latinoamericana, cuyo título excusa mayores comentarios: Más allá del Consenso de Washington: Las instituciones importan. Lo que en último término se plantea en estos trabajos es que para que realmente existan mercados, y para que éstos funcionen de un modo aceptable, se requieren instituciones sólidas, eficientes y creíbles, lo que raramente se da en los países menos desarrollados. Reunir un grado aceptable de confianza en torno a una determinada política exige, por tanto, algo más que su sujeción a criterios de estricta ortodoxia: el diseño de los programas de reforma económica debiera adecuarse a esta (por otro lado casi obvia) realidad.
La necesidad de considerar como cruciales los factores institucionales en el análisis económico no se circunscribe a los países menos desarrollados. Por mencionar un ejemplo fundamental, el de la economía japonesa, un consenso cada vez más amplio admite que para comprender sus dificultades presentes (por cierto, también sus éxitos anteriores) se requiere analizar en profundidad lo peculiar de los modelos organizativos allí prevalecientes y de las respuestas habituales de sus ciudadanos a los impulsos económicos, resultado todo ello de la vigencia de un legado de tradiciones cívicas, un sistema de normas sociales que valoran en alto grado la lealtad, etcétera: es decir, de una cultura, una continuidad histórica, una configuración de instituciones.
Colocar las instituciones en el centro de la escena trae consigo algunas consecuencias notables, relativas tanto al orden estrictamente intelectual cuanto a los criterios prácticos de intervención económica de los gobiernos. Con respecto a lo primero, signos hay que anuncian un cambio relevante en la configuración de la economía como una ciencia social. Luego de tanto olvido, el esfuerzo de un grupo no muy nutrido de teóricos de la economía, encabezados por el Premio Nobel Douglas North, comienza a dar sus frutos: un nuevo programa de investigación se va consolidando en torno a la idea de que las transacciones de mercado no son gratuitas -pues existen costes asociados a la escasez o mala distribución de la información, el diseño y la ejecución de los contratos resultantes o la organización de la acción colectiva- y que únicamente con una adecuada estructura institucional será posible minimizar esos costes e impulsar por tanto mayores cotas de eficiencia. Tal programa de investigación merece ser saludado con entusiasmo, pero tal vez el rigor del razonamiento económico no alcance para abordar en toda su complejidad la interpretación de esas realidades, a cuyo fin podría ser de gran ayuda la incorporación de la perspectiva histórica y el análisis político. Un ejemplo es el influyente libro de Robert Putnam (Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy, Princeton University Press, 1993), cuya más sugerente -aunque también discutible- conclusión es que la diversidad observable en las tasas de crecimiento económico de las distintas regiones italianas ha venido determinado, más que por cualquier otro factor, por las diferencias en sus tradiciones de cultura cívica. Más allá de las pretensiones imperialistas de alguna ciencia social, una oportunidad se abre entonces para un cierto mestizaje entre ellas.
De un interés mucho más inmediato es la necesidad que la vida neoinstitucional introduce de revisar el tradicional dilema entre intervención pública y mercado. Dilatada la noción de fallo de mercado para incluir en ella los en ocasiones cuantiosos costes de transacción, y aceptada la necesidad de que las políticas públicas atajen esos fallos a través de la inversión en estructuras institucionales eficientes, los límites de la acción del Estado se hacen también más nítidos. Un referente básico de la elaboración de las políticas debe ser que éstas contribuyan positivamente a la provisión de esas estructuras, promoviendo sociedades más cohesionadas, seguras social y jurídicamente, y con un mayor equilibrio en las posibilidades de acceso a la información y el conocimiento. Pero esa exigencia se extiende también a los ámbitos propios de la decisión política, a los que es obligado dotar de unas reglas de juego claras, limpias y conocidas por todos. Ése es el verdadero terreno en el que se resuelven los problemas de confianza en nuestras economías. Y no está mal reconocerlo cuando se redoblan los desafíos de la economía global.
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