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Una nota de color

Esta democracia nuestra nunca ha sido complaciente con los políticos mayores. Ya desde las elecciones de 1977, los candidatos algo talludos hubieron de pagar un elevado precio por cada arruga de su rostro. Tierno Galván, por ejemplo, creyó que al fotografiarse como viejo profesor, rodeado de trabajadores con el mono recién planchado, iba a arrastrar a las masas hacia los ideales del socialismo democrático. Algo parecido ocurrió a los dirigentes del PCE, viejas glorias venidas de la guerra y del exilio. Lo cual, la guerra y el exilio, no fue determinante de su desastre electoral, pues alguien que no hizo la una ni sufrió el otro, pero que se presentaba como un político cargado de experiencia, Manuel Fraga, hubo de pasar también por el amargo trago de que en España, después de Franco, la edad no servía de pasaporte al poder, sino más bien de invitación al retiro.Las cosas no han cambiado mucho desde aquel primer triunfo electoral de las jóvenes generaciones. La edad, corta edad en términos comparativos, del equipo dirigente socialista no constituyó obstáculo alguno, todo lo contrario, para conquistar la mayoría absoluta en 1982. Tampoco lo fue para que una nueva gente, que tenía más o menos la misma edad que los socialistas 14 años antes, se hiciera con el poder en 1996. En un país con tan baja adscripción partidaria como el nuestro y donde tanta gente se arremolina en el centro, el ingrediente generacional explica, más que el ideológico, la fortuna electoral de las diferentes candidaturas. Los socialistas lo debían haber comprendido, y actuado en consecuencia, desde que en 1989 comenzaron a sentir en las urnas el desvío de las nuevas generaciones.

Pero he aquí que muchos de aquellos jóvenes socialistas de los primeros años ochenta, que pugnaban entonces por conquistar el Gobierno del Estado, son los mismos que hoy, a finales de los noventa, se dan codazos para situarse en buena posición en las listas de aspirantes a concejal de ayuntamiento. Los mismos, pero todos de vuelta: exministros, exsecretarios de Estado, exdiputados. Ser concejal del Ayuntamiento de su pueblo era antes el primer eslabón de una cadena que llevaba a los jóvenes más ambiciosos, tras un tiempo prudencial, directamente a la gloria. Hoy, ante el estupendo plantel de candidatos que el PSOE presenta por Madrid, se diría que las concejalías se han convertido en la antesala de la jubilación para políticos muy experimentados.

No es una sorpresa, por tanto, que un dirigente de las Juventudes Socialistas, quizá tras el sofoco de ver a tanta gloria del 68 copando los primeros puestos en las listas del fin de siglo, haya introducido una nota de color en el gris panorama de la política llamando rancio y casposo a su propio partido. Perdida la habitual contención que define a los profesionales de la política cuando hablan de sus cosas, pocas veces, en los últimos años, habrá salido de boca socialista un diagnóstico tan acertado de lo que le pasa al partido de los otrora jóvenes: que sus dirigentes "llevan mucho tiempo gestionando el partido" y no quieren ceder el paso, generosamente, a los que vienen detrás.

Como era previsible, el no tan joven dirigente ha sido llamado a capítulo por los superiores de la comunidad y, paternalmente reconvenido, ha dicho que bueno, que se pasó y que pide excusas si alguien se ha sentido ofendido por lo de la caspa. Monumental error, pues una vez que se analiza la situación y se ofrece el diagnóstico, sólo queda que sacar la única consecuencia posible: en una organización de políticos profesionales, cuando no hay reglas que limitan los mandatos, nadie se va si no es desplazado por alguien que viene. Las generaciones del baby boom, que ya han entrado en el mercado de trabajo, no tendrán nada que hacer en el partido socialista si todo lo fían a la generosidad de los mayores. Si, como cree este joven, el PSOE va camino de la gerontocracia, dejar que pase el tiempo no hará más que agravar la enfermedad.

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