El Cabanyal y la democracia
El Ayuntamiento de Valencia, por mayoría de sus miembros -19 votos favorables y 14 contrarios-, aprobó, el pasado 26 de febrero, el Plan Especial de Reforma Interior de El Cabanyal-Canyamelar. Un documento que, bajo la teórica finalidad de proteger un conjunto urbano declarado Bien de Interés Cultural por Decreto del Gobierno de la Generalitat Valenciana del 3 de mayo de 1993, oculta una decisión que puede acabar definitivamente con uno de los barrios más singulares de nuestra ciduad. Al menos, en lo que hace a la configuración y carácter con los que lo hemos conocido hasta ahora. La proyectada prolongación de la avenida de Blasco Ibáñez hasta entroncar con el paseo marítimo, como prevé dicho Plan Especial -con una anchura de 48 metros, pero con impacto real en torno a los 100-, presenta más de un inconveniente sobre los que no parecen haberse detenido lo suficiente los responsables de tal decisión. En primer lugar, la prolongación producirá la destrucción directa de 1.651 viviendas, algunas de ellas ubicadas en edificios de indudable interés histórico-artístico y ambiental que, como la Lonja de Pescadores, se perderán para siempre. Provocará también el desplazamiento forzoso de casi 2.000 habitantes del barrio, con el consiguiente desarraigo social y humano -no debiera tampoco descartarse el riesgo real de que un buen número de estas personas se perdiesen definitivamente para el barrio-. Pero, además, la nueva avenida vendrá a destruir una trama urbana especialmente significativa y nada casual, como magníficamente ha expuesto el arquitecto Carles Dolç desde estas mismas páginas (EL PAÍS, 4 de febrero). Trama que es resultado del peculiar asentamiento de un colectivo humano, íntimamente vinculado en su industria y vivencias a ese medio litoral. Por si todo ello fuera poco, no conocemos que nadie haya aportado todavía argumentos sólidos que acrediten que la mejor forma de proteger El Cabanyal-Canyamelar sea atravesarlo en sentido perpendicular a su trazado histórico mediante la apertura de una brecha, cuya única función parece ser la de dar nuevas facilidades a un tráfico rodado que pasará a ser así más rápido e intenso. En definitiva, hiriendo de muerte a un barrio, al fracturarlo en dos mitades que nunca volverán a encontrarse a causa del perverso efecto barrera que producirán dicha vía rápida y las obvias alteraciones que la nueva avenida traerá en la edificación y el uso del suelo adyacente. No parece tampoco que tan radical decisión venga a resolver la "mala relación" que, según se dice, la ciudad de Valencia ha mantenido con su mar. Es "vivir de espaldas al mar" que, históricamente, se ha reprochado a nuestra ciudad tiene, a buen seguro, razones más profundas y complejas de las que pueda resolver una operación de la elementalidad y torpeza que caracteriza, a nuestro entender, a la solución que se pretende. Es más, sería una paradoja cruel que el hipotético reencuentro de esta ciudad con el mar hubiese de realizarse a costa de destruir un barrio marítimo único e irrepetible, y de expulsar a sus históricos habitantes. Desde ese punto de vista es muy probable que tengan razón quienes han afirmado que la aprobación por el gobierno municipal del Plan Especial de El Cabanyal-Canyamelar es una de las decisiones urbanísticas más graves de este siglo. Tal vez sólo sea comparable con el Plan para la Reforma del Interior de Valencia, obra de Javier Goerlich y aprobado en 1928; el cual, entre otras medidas, permitió abrir la conocida como avenida del Oeste, afortunadamente nunca concluida y aún así con perversos efectos que gravitan todavía hoy sobre Ciutat Vella. Todo ello debiera llevarnos a una reflexión acerca de las consecuencias no sólo en el espacio, sino también, y muy especialmente, en el tiempo, que tienen las decisiones urbanísticas, en la medida en la que transforman, de manera casi siempre irreversible, nuestro entorno. Un eminente constitucionalista alemán, el profesor H.P. Schneider, en un trabajo de hace unos años, analizaba cómo los mecanismos clásicos de la democracia representativa se quedan, con demasiada frecuencia, estrechos para servir de cauce a lo que calificaba él como "decisiones de nuevo tipo". Esto es, el grupo de decisiones públicas que se caracterizarían, no sólo por su trascendencia y repercusiones para el colectivo humano al que, directa o indirectamente, vienen a afectar; sino, especialmente, por su componente de "irreversibilidad", en cuanto comportan transformaciones y efectos que comprometen no sólo a las generaciones vivas, sino también a las futuras, en la medida en la que difícilmente serán susceptibles de revisión o corrección posterior. Si hay una actividad de competencia municipal en la que concurra de manera más clara esa característica, esa es la actividad urbanística por su poder transformador del entorno y su capacidad para alterar el legado que ha de integrar el patrimonio urbano de las generaciones del mañana. Para la adopción de decisiones de esta entidad no bastarían, a juicio del referido profesor y de quien esto escribe, la mecánica aplicación de procedimientos democrático-formales, propios del legítimo aunque, en ocasiones, insuficiente juego de mayorías y minorías municipales. Si se quiere hacer uso de una genuina legitimidad para la adopción de decisiones racionales que comprometen el futruo de la ciudad, debe hacerse el esfuerzo de completar el criterio de la mayoría formal a través de la valoración objetiva de los propios afectados. Deben articularse fórmulas de participación directa de la ciudadanía en el debate necesario para la formación de una auténtica voluntad colectiva, sea recurriendo a consultas populares -procedimiento previsto, y todavía inédito, en la Ley de Bases del Régimen Local de 1985- o habilitando otras de carácter extraordinario al efecto. Sólo así, entendemos, pueden obtenerse la racionalidad, el consenso y la legitimidad necesaria para la adopción de decisiones difíciles y que comprometen gravemente a la ciudadanía actual y futura. Sólo así pueden paliarse la indignación y rechazo que provocan en los afectados ese tipo de decisiones. Sólo así se demostraría que la actividad urbanística se desarrolla atendiendo exclusivamente a las necesidades reales de la población. Sólo así parece que podría hacerse posible la vertebración urbanística y social de una ciudad en el marco de una sociedad auténticamente democrática.
Antonio Montiel Márquez es profesor asociado de Derecho Constitucional de la Universitat de València.
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