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El tiempo y el espacio que vienen

Double jeopardy es un concepto que ha ido pasando de los libros específicos sobre análisis de la conducta de masa o masas a las investigaciones de politología y sociología política, y significa aquel doble riesgo al que se ve sometido todo aquello de escasa aceptación (no de escaso valor, necesariamente): de un lado, la propia marginalidad de su pequeña condición (un partido político, un periódico, un objeto de consumo o un programa de televisión, por ejemplo), y de otro, la labilidad o infidelidad de sus escasos partidarios, que tienden a abandonar esa posición minoritaria. Se constata esto con suficiente frecuencia como para considerarlo una regularidad social digna de ser nombrada: double jeopardy, doble peligro: todo lo que alcanza una posición minoritaria tiende a desaparecer. Es como la ley de la gravedad de los cuerpos sociales, que tira de ellos hacia el suelo de la existencia una vez que entran en minoría. El fenómeno inverso se produce cuando se desaparece desde la mayoría, como ocurrió con la UCD en política, pero también ocurrió y ocurre con numerosos productos comerciales e incluso numerosas ideas que desaparecen bruscamente desde el cielo social. Este último fenómeno es tan inquietante que no tiene nombre: mejor ni nombrarlo. Se puede entender que las minorías sufran doblemente, tanto por serlo como por saberse amenazadas por sí mismas, pero es inaceptable que lo grande se volatilice. Pero lo hace. Lo está haciendo ahora delante de nosotros sin que podamos o queramos percibirlo: la mayor parte de las bases culturales en que nos asentábamos han sido barridas en los últimos decenios. El doble peligro afecta cada vez más a las mayorías, a las ideas más fuertes, a los productos más sólidos. Todo es minoría frente a los acontecimientos (tan ajenos, a veces) y todo desaparece por la misma mecánica del double jeopardy pensada para las minorías. Y las ideas, tan sólidas, se esfuman cada vez más aprisa, como si el tiempo mental tratara de adaptarse al tiempo real que definen los acontecimientos tecnofinancieros. Este último tiempo real deglute todo a una velocidad desconocida, y está por ver si los avances tecnocomunicacionales (posibilidad de comunicación y acción instantánea en cualquier parte del globo) y sus repercusiones financieras (movilidad instantánea del capital a la busca de máxima rentabilidad) son soportables para el tiempo político y social que aún va con nosotros, para el tiempo neolítico que aún llevamos dentro, como sobrevivientes finales de un ciclo histórico de onda muy larga que ahora se cierra.Se llamó esnob con cierto desprecio a quien buscaba estar al día y más allá del día, luchando siempre y trabajosamente por encarnar alguna verdad nueva o excesivamente antigua: distinta, en todo caso. Se suponía que el esnob era un esteta sin principios que sacrificaba la verdad a la impostura. Lo cierto es que aquellos esnobs eran la avanzada literaria de lo que Manuel Castells llama en sus textos el trabajador autoprogramable, un individuo versátil, innovador, capaz de estar en formación permanente y de adaptarse a los nuevos escenarios de una sociedad así de veloz como la que se nos viene encima. Incluso muchos jóvenes sienten ya algo así como el complejo de Gattopardo o Lampedusa, que es la incapacidad para correr tanto como se les exige y para reconocer como suya a la sociedad emergente: han sido educados por pastores neolíticos de la generación del 68, como yo mismo. Algunos pesimistas, como Paul Virilio, creen que "hemos puesto en práctica los tres atributos de lo divino: la ubicuidad, la instantaneidad y la inmediatez... cada vez que se da un progreso de la velocidad se nos dice que la democracia lo seguirá, pero sabemos bien que no es así".

Lo cierto es que entramos en un tiempo nuevo, tanto en el sentido sociohistórico como en el sentido psicofísico de la percepción del tiempo. No es improbable que detrás de muchos procesos individuales (crecientes y en expansión) de ansiedad y depresión esté esa ruptura entre un tiempo biológico individual aún lento y un tiempo emergente insoportable para la mayoría de nosotros, un tiempo con unas exigencias de respuesta y productividad que nos quiebra fácilmente nuestros mecanismos de adaptación: ciertos fármacos o drogas vendrían a intentar actuar como aceleradores de nuestro sistema de respuesta a las demandas del tiempo nuevo. Pero no sólo el tiempo es nuevo: el mismo espacio vital y social generado por la nueva velocidad de las cosas está empezando a ser muy distinto a aquel espacio social y vital clásico de grandes espacios industriales, viviendas anchas, lugares de encuentro y compañía, horizontes infinitos.

Se reduce el espacio global (el espacio como distancia) a medida que la instantaneidad de las comunicaciones y las decisiones nos pone a todos en una misma habitación terrestre, pero al tiempo que el espacio como distancia se reduce a cero, el espacio que ocupamos en la vida cotidiana tiende a despoblarse: aumenta el número de solitarios en su piso navegando por Internet, llamando a los teléfonos eróticos o teletrabajando. Los porcentajes urbanos de solitarios siguen creciendo, y el número de teletrabajadores, también: las grandes naves industriales desaparecen y en su lugar emergen pequeños espacios productivos e individuos autoprogramables dialogando consigo mismos a la busca de la velocidad de autoformación necesaria para seguir siendo útiles al tiempo nuevo.

Pero también el espacio territorial o nacional sufre las consecuencias de estos cambios espacio/ temporales, y buena parte de los debates sobre naciones y nacionalismos pueden empezar a entenderse desde aquellos cambios en los niveles de integración ("del yo al nosotros") de que habló el sociohistoriador Norbert Elias. Lo cierto es que los cambios en el tiempo o en la velocidad inducen cambios políticos en el espacio territorial (Europa como nivel de integración actual de los Estados-nación europeos), y que esos cambios en el espacio territorial hacia mayores niveles de integración son cambios que inducen a su vez reagrupaciones por la base, en un doble movimiento de contrarios, como observó Elias: el regreso de los llamados "nacionalismos etnonacionales", que emergen como nuevas unidades mínimas de las grandes agrupaciones. Es un fenómeno sociohistórico constatable en otras transformaciones espacio/ temporales conocidas. Es, por tanto, algo más fuerte que una ideología: es un hecho social que a veces toma sesgos insoportables o patológicos cuando en los procesos políticos de reordenación territorial minorías violentas y nada democráticas pretenden sustituir a la voluntad mayoritaria de los pueblos y quebrar los ritmos del cambio.

El tiempo y el espacio de la sociedad global o informacional está induciendo rápidas adaptaciones económicas, políticas y territoriales. Nuestros adversarios no son cuatro lunáticos que tienen raras ideas sobre el espacio y el tiempo: nuestros adversarios son el mismo espacio y el mismo tiempo de la nueva modernidad: la misma realidad acuciándonos. Si Pasqual Maragall ha fascinado (como cuenta Luis Carandell en su columna Maragall) "a una audiencia madrileña socialista y jacobina" es porque se ha atrevido a hablar razonablemente de una inversión de las relaciones centro/ periferia que generaría un proceso saludable de reconstrucción de la espacialidad española desde lo periférico hacia el centro, y no a la inversa, como hasta ahora. Creo que un planteamiento así es más funcional, más tranquilizador y más "moderno" que el mantenimiento del espacio clásico español, mucho más regresivo y problemático. El Estado de las autonomías no ha cerrado el proceso de reordenación espacial hacia las comunidades que, por diversos motivos, aspiran a ejercer su estatuto de nacionalidades en un marco jurídico más aceptable para ellas, aunque sólo pretendan (como es, al menos, el caso de Maragall) un "federalismo" que no niega la inserción española. Estos espacios territoriales neoemergentes (nacionalidades lingüísticas de base histórica, con estatutos aprobados en la República) plantean estos problemas y deseos desde partidos con un muy diverso apoyo social, y algunos de estos planteamientos no son tranquilizadores para todos los puntos de vista. Pero esto forma parte del debate que se nos viene encima, y es bueno afrontarlo con mentalidad democrática en el más estricto sentido de la palabra. Quizá los mecanismos adaptativos que Maragall propone (él habla de un federalismo histórico, en la tradición de la izquierda) sean eficaces para rehacer los consensos en la perspectiva del tiempo nuevo: una perspectiva periférica de la reconstrucción de esos consensos, con propuestas adaptativas y siempre democráticas. Nunca definitivas, porque nada lo es.

Cambios en el espacio y en el tiempo que arrastran cambios o exigencias en todo lo demás, también en nuestra forma individual de estar en el mundo, no sólo en la colectiva o política: mayor individualismo (en el buen sentido: autorresponsabilidad o autonomía), mayor capacidad de flexión o respuesta a los cambios (más movilidad mental o empatía, en sentido sociológico), mayor interacción indirecta o mediada (a través de los medios de comunicación nuevos y viejos) y menor interacción cara a cara, mayor disponibilidad profesional y laboral (incremento de la movilidad profesional y laboral) y, en general, una integración o asunción mental y social de la velocidad de los cambios que se traduce en un debilitamiento de esa conciencia de la certeza de Ser algo claro y macizo que hemos tenido hasta ahora, y en un incremento de la conciencia de la transitoriedad y de la disolución de las certezas: algo siempre inquietante, pero no necesariamente malo.

Fermín Bouza es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense.

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