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Ya es primavera ANTONI PUIGVERD

Es una tradición contemporánea: la primavera llega gracias a El Corte Inglés. Antiguamente, los publicistas de la más popular de las estaciones eran el oro de las mimosas, las banderitas blancas de los almendros en flor y la luz de color de miel que va robando terreno cada tarde, estos días, a la oscuridad invernal. Antes marcaban el calendario los signos naturales y ahora los gestos comerciales. Se diría que los objetos de la moda están forzando, al estilo de las nuevas tecnologías, la jubilación forzosa de los antiguos trabajadores de la empresa primaveral. Durante millones de años, la humanidad escudriñó los signos de la naturaleza que ahora han sido suplantados por los tintes, los tejidos y los diseños. Entronizada y promovida entusiásticamente por las televisiones y las revistas, la moda se ha convertido en la religión oficial. De la misma manera que el viejo catolicismo oficiaba en cuaresma una liturgia muy sugestiva (el miércoles de ceniza, con su necrofilia; el ayuno y la abstinencia), también entre febrero y marzo la moda realiza unos actos de gran poder litúrgico. Ahí están, no sólo el celebre eslogan de El Corte Inglés, sino todas las pasarelas del mundo anunciando la primavera próxima. No la que está llegando: la del año siguiente. Las modelos, paseando su belleza famélica (vestales de la nueva religión sacrificadas a los dioses del mercado), imponen las tendencias por venir. No existe otra institución mundial que, como la moda, pueda imponer el futuro con tanta seguridad y anticipación. El poder de los trapos define la conciencia de nuestro tiempo: teología de la apariencia, idolatría de la representación. Todo lo que nos gusta o sucede parece concordar con el espíritu de la moda, con esta entronización del envoltorio y del simulacro. Por ejemplo: la generalización de la cirugía estética, que remienda o reconstruye las facciones y los perfiles iniciales (no sabemos ya si debemos rebajar a inicial aquello que antes considerábamos natural). Otros ejemplos. Las tarjetas de crédito, que convierten el intercambio económico en una abstracción invisible. La feminidad, suplantada por el travestismo y la genética. La música de los sintetizadores reemplazando a músicos e instrumentos. La ingeniería financiera (capitales virtuales que circulan por el mundo a través de los hilos telefónicos) desplazando a la economía productiva. Los olores, colores y sabores de los alimentos, que se alteran menos en los fogones que en los laboratorios de la industria alimentaria. Todo parece concordar con el espíritu de la moda, con la idolatría de la representación. Las pantallas televisivas reconstruyen la vida como el bisturí de un cirujano plástico: la retransmisión de un huracán, de una guerra, de un incendio es para la audiencia tan amena e impactante como pueda serlo un filme de acción. Todo parece real y, a la vez, falso. Todo es narrable, todo es ficción. Nada, pues, es verdad: todo lo que sucede, vemos o sentimos responde a estrategias narrativas o está mezclado de tal manera con ellas que es igualmente succionado por lo falso y lo virtual. Y en este contexto, ¿puede extrañar que los asesores de imagen ocupen el lugar que antes ocupaban los ideólogos? Y si la primavera ha muerto en cuanto realidad natural, si la primavera no es más que una realidad comercial, cultural, virtual, ¿qué ha quedado de las ideologías, de las creencias, de las patrias? Ha quedado un deseo fortísimo de ellas. Han desaparecido las entidades ideológicas que articularon durante siglos los sentimientos colectivos, pero queda la nostalgia de lo que fueron, de lo que creemos que fueron. De ahí, seguramente, la facilidad con la que prenden en las masas las evocaciones de una perfección pasada, de un mundo redondo y auténtico al que deseamos compulsivamente volver. De ahí también, seguramente, que la fe patriótica haya conseguido, en todas partes, un éxito tan contundente y general. Nuestro escenario es muy parecido al del barroco. No hay más que leer al Calderón de La vida es sueño o al casi desconocido Fontanella de El desengany para comprobar que los barrocos se debatían, igual que nosotros, entre verdad y mentira, entre sueño y conciencia, entre apariencia y autenticidad, entre ilusión y pasión. Los barrocos eran, de manera parecida a la nuestra, amantes de la fantasía, los maquillajes, el juego, las trampas, las apariencias, el humor trivial, el populismo; pero, también a nuestro estilo, tendían al pesimismo, a la gravedad, a la insatisfacción, al paroxismo (místicos o necrófilos ellos, con su afición a las calaveras; apocalípticos y melancólicos nosotros). Igual que los barrocos, los contemporáneos retozamos muy a gusto, entremezclados y promiscuos, en la gran playa de la trivialidad, la bazofia, el cutrerío, el exceso, el sarcasmo, el vertedero; aunque, como ellos, también somos arrastrados por el deseo opuesto: la sinceridad política, la verdad jurídica, el idealismo ecológico, la pureza nacional, la nostalgia del orden, el sueño de un sentido, los sabores de antes. La primavera de El Corte Inglés regresa, un año más, para anunciar la doble personalidad de nuestro tiempo: es cierto que la moda impone su ritmo artificial al calendario, pero también lo es que permite satisfacer la nostalgia del orden perdido. Puesto que el clima anda loco y creemos que el planeta agoniza envenenado por gases y desechos, ahí está El Corte Inglés para tranquilizarnos. Mientras la moda regrese con sus colores alegres, mientras las sonrisas siliconadas de las modelos sugieran lo que antes sugerían las abejas y las flores, tendremos, entre el desorden y los líos de nuestro tiempo, algo sólido y claro a que agarrarnos.

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