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La comunidad de las luces

JOSÉ RAMÓN GINER Ha escrito Félix de Azúa, en un artículo reciente, que los responsables políticos para ganarse el respeto de sus súbditos, han de procurar no hablarles como tontos. Azúa es un escritor brillante, un ensayista inteligente, pero yo no puedo aceptar esta afirmación suya como una verdad de carácter general. Lo que Azúa afirma puede ser cierto para Cataluña, que es un país singularísimo y serio, pero en absoluto lo es para la Comunidad Valenciana. Al contrario, los valencianos estamos encantados de que don Eduardo Zaplana nos hable como si fuéramos tontos. De hecho, esta fue una de las primeras percepciones de nuestro presidente y a partir de ella, desarrolló una teoría tal del comportamiento que ahora, cuatro años después, está a las puertas de la mayoría absoluta en las elecciones del próximo junio. Seamos precisos: no es que a los valencianos nos guste ser tratados como tontos, ni mucho menos, sino que estas cosas, en el fondo, no nos importan demasiado. Si el que nos gobierna es un tipo simpático, arrogante, trapisondista, bien plantado, tiene asegurado un hueco en nuestro corazón y sabremos perdonarle cualquier exceso. A los valencianos, en contra de lo que pensaba el maestro Unamuno, no nos pierde la estética, sino el espectáculo. Y Zaplana da espectáculo: tiene don de gentes, sabe engatusar, comprar, mentir con desparpajo, convencer con tapujos y siempre acaba llevando el agua a su molino. Convendrán que es muy difícil resistirse a un tipo con estos encantos. Si a esto le añaden ustedes una situación económica sobresaliente, el resultado es de categoría. El éxito de Zaplana ha dado alas a muchos dirigentes y a unos cuantos empresarios que se han apresurado a imitar las formas de su jefe. Alguno de ellos ha tomado su papel de arcángel tan en serio que se permite dar consignas públicamente y aleccionarnos para el voto. A muchas personas, estos tipos les resultan simpáticos, cuando no admirables, pues ven en ellos la estela de los triunfadores que siempre resulta deslumbrante. A mí, sin embargo, me dan un poco de miedo y temo que, cualquier día, nos ordenen ponernos firmes y nos aticen un bofetón si nos salimos de la fila. Ya se que entre ellos hay gente muy educada, espíritus sensibles que leen poesía entre consejo y consejo de administración, o en las esperas de los aeropuertos. Pero estas debilidades estéticas no me tranquilizan. Nadie se atrevería hoy a afirmar seriamente que las humanidades humanicen y Steiner nos enseñó hace años que el fervor por la poesía de Rilke no está reñido con el sadismo más violento ni, por supuesto, con las leyes del mercado. Decir estas cosas puede parecer desagradable a ciertas personas, cuando no exagerado. Yo creo que resulta necesario recordarlas. Sobre todo, en unos tiempos donde se nos conmina sin sonrojo a que votemos por quien nos traiga el AVE, los consejeros del gobierno hacen declaraciones públicas de amor o las autoridades académicas de nuestras más recientes universidades deciden a su antojo si una facultad está o no madura para la democracia. Cuando los vicios privados del poder se convierten en virtudes públicas, quizá esté llegando el momento de poner nuestras barbas a remojar.

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