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Tribuna
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El Piojo y la araña

Llega Luis Fernández a Valencia con su entrecejo móvil, su bolsa de caramelos, su memoria de vendimiador y, por supuesto, con su loción para matar liendres.-El peligro no está en el Piojo; el peligro está en Ranieri -dijo muy serio antes de abandonar Bilbao, mientras se hurgaba insistentemente en la coronilla por una inevitable asociación de ideas; todo fue hablar del Piojo y empezar a rascarse.

Casi a la misma hora, en las interioridades de Mestalla, Claudio López, callado como un bonzo durante varios meses, sufría una inesperada metamorfosis: citó a los periodistas, se puso a carraspear y, ya fuera movido por la timidez o asustado por el ruido de la fama, coincidió con Luis Fernández cuando empezó a hablar de sus propios méritos.

-No soy el mejor jugador de la Liga. Además, mi secreto es mi entrenador. La verdad es que Ranieri me ha dejado que sea el futbolista que siempre quise ser -dijo con la cabeza baja mientras hurgaba los botones de la camisa, las molduras de la mesa y las fundas de gomaespuma de los micrófonos en un desesperado intento de ocupar las manos en cualquier cosa.

A esas horas, los críticos habían formulado todas las teorías posibles sobre los secretos de su juego, aunque, bien mirado, su juego siempre fue un secreto a voces.

En primer lugar estaba clara su conexión con Ranieri. Desde el primer minuto mantuvo con él la misma relación de afinidad que el guerrillero con la emboscada. La táctica es invariable: Ranieri teje su telaraña, los contrarios se enredan en ella, alguien, preferiblemente Mendieta, lanza un pelotazo al claro, y allí aparece El Piojo con su motor de explosión. Hasta entonces el juego del Valencia habrá sido un fatigoso intento de atraer, agotar y envolver al contrario, y no es fácil sustraerse al peligro, porque los hechos ocurren lejos de la portería propia y Ranieri parece menos atento a cazar que a reparar los daños en la tela. Poco a poco, entre lo que cose Milla, lo que descose Carboni y lo que zumba Farinós, la cancha va convirtiéndose en un ovillo grisáceo. Pero en el instante crítico, cuando el equipo recupera la pelota y Mendieta activa el botón de los misiles, la trampa se convierte en un tendido de alta tensión y el desenlace es fulminante como una descarga.

Para hacer daño, El Piojo tiene que picar, esto es, provocar el mano a mano en plena carrera. Algunos brillantes colegas suyos como Figo, Savio, Fran o Djalminha pueden ponerse en marcha con el velocímetro a cero y ganar el metro decisivo en un solo recorte. Pero él no es un prestidigitador; su breve repertorio de especialista se limita a tres habilidades esenciales: estar en el lugar exacto, salir en el momento preciso y alcanzar rápidamente la velocidad de crucero. Además, en las propiedades de su juego, subordinadas a la rapidez de ejecución, están su servidumbre y su paradoja: así, nunca podría sobrevivir frente a una maraña como la que tiende su propio equipo. Como todos los bólidos, él necesita pista.

Por eso mantiene con Ranieri una dramática simbiosis entre piojo y araña. Vive entre la impaciencia y la hipertensión, siempre pendiente de la línea del horizonte, y se extingue sobre sí mismo cuando el equipo contrario, llámese Depor o Extremadura, le escamotea los metros vitales y le obliga a saltar, no desde la línea de salida, sino desde la línea de meta.

Al contrario que Aznavour, es un hecho que él no vende estilo; él sólo vende voz. Pero hoy por hoy nadie puede discutirle la sentencia : cuando El Piojo pica, no hay remedio en la botica.

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