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LA CASA POR LA VENTANA La cara oculta de Zaplana JULIO A. MÁÑEZ

Renunciar en nombre del éxito político a la mitad de la jeta no es cosa de poca monta, además de indicar uno de esos disturbios de carácter susceptibles de conducir a cualquier tipo de desastre. A fin de cuentas, Eduardo Zaplana todavía no es Antonio Gala, aunque los dos manifiesten una decidida afición por ocultar a las visitas sus papadas. Se empieza renegando de una parte de la anatomía propia y se acaba mutilando el ojo que molesta en la percepción ajena, porque la censura acerca de fragmentos topográficos de uno mismo es incompleta si no se obliga a los demás a inapercibirlos. Más allá de tonterías semióticas sobre la optimización de la imagen, parece claro que inquietudes de esa clase le resbalan a Joan Romero, persuadido de que a la razón le basta el agua limpia, porque sólo así puede entenderse que se haga unas fotos electorales en las que trata de mirar claro a los ojos de los otros sin atreverse a mostrarse resuelto del todo: la confianza que trata de infundir no traspasa, como se dice en teatro, y eso es asunto grave en cualquiera de las artes de la representación que excluyen a la bondad en el concurso de méritos. Más claro lo tiene Ana Noguera, provista de un esqueleto de marca que no precisa de mirar a ningún sitio para ir abriéndose camino (le basta con no perder de vista el trapo rojo de Rita Barberá), y todavía más una no sé yo si prejubilada política Carmen Alborch que sonríe abiertamente, y entonces parece jubilosa, o acumula seriedad detrás de las gafas y entonces es que sufre la soledad de una sesión parlamentaria. Todos los que no volverán a ser jóvenes a la manera de Gil de Biedma, o de ninguna de las maneras, tienen por seguro que a cierta edad se es responsable de la propia cara, aunque se mire uno en el espejo y trate en vano de entender qué pasó en ella, por lo que eludir sistemáticamente el perfil izquierdo y dar órdenes a quien puede cumplirlas para que las malditas cámaras silencien su existencia muestra una propensión a esa irresponsabilidad de adolescente que presupone el rechazo de la propia biografía, además de una cierta coquetería de damisela cursi, en un arrebato de disgusto que posiblemente cuadra exactamente con la vida y milagros del señor Zaplana. ¿Quién no se horrorizaría ante las huellas de una trayectoria semejante, cuando hasta el mucho más digno Macbeth -por no mencionar a la Lady- pasó las de San Amaro intentando olvidar a Duncan, Banquo o Macduff, sus pobres víctimas? Hora es de reclamar que cunda ese luminoso ejemplo de nuestro campeón institucional, rasgo de asunción de los propios límites más que alarde de campechana inconsecuencia, y que el señor Farnós dimita antes de hacernos padecer un solo día más sus achaques sanitarios, que el señor Joaquín Ripoll renuncie a la gomina escalonada o indiscriminada para hacer de calamar en funciones de portavoz de la nada bien cardada, que Consuelo Ciscar se enfunde de una vez vestiditos de su talla en lugar de tener al mundo de la cultura museística pendiente del instante en que se produce el estallido también por las costuras, que Arturo Virosque aprenda a sonreír no importa de qué lado ya que tampoco le van tan mal las cosas, que Santiago Calatrava deje de hacer de viajante de comercio para proyectar una arquitectura de más carne y menos repelada de huesos, que los hermanos Lladró -con el concurso de los Sáez Merino y repescando a Isabel Preysler si fuera necesario- exporten toda su producción allende nuestras fatídicas fronteras, que Vicent Franch obtenga al fin el secretariado de lo que quiera que sea a cambio fifty-fifty de su acumulación de quinquenios y de sus hábiles argucias de doméstico, y hasta, si me apuran, que Fujimari Aznar deje de sonreír burdamente en Bruselas ante el desconcierto de los líderes europeos que le mandan recados de tabaco tomándolo por camarero. Todos esos sacrificios y tal vez algunos más serán precisos para convertir a nuestra Comunidad en el primer destino turístico español, objetivo número uno que fue de Fraga Iribarne cuando ministro de la espada más tediosa de Occidente y que ahora adopta con ilusión emprendedora la cara inmobiliaria de nuestra personalidad colectiva. De momento ya se han adquirido las ruinas de Concha Piquer bajo especie de casa natalicia, y pronto se comprarán las de Arévalo, Rosita Amores y Francisco para construir el museo de los perfiles preferidos por Manolo Tarancón. Valencia no será capital de la cultura ni de nada, pero se pone en venta contra el sentir de los "agoreros -Rafa Sánchez Blasco Carrascosa le hace decir a Zaplana- que carecen de sitio en una comunidad en la que sólo se ven luces". Nos extrañaremos todos menos Juan Vicente Jurado, quien ya ha manifestado su adhesión inquebrantada, incrementada, a ese proyecto deslumbrante.

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