_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

"Glam rock"

DÍAS EXTRAÑOSCreo recordar que fue en 1973 cuando vi al primer representante barcelonés del glam rock británico. El hombre estaba aún a media mutación, pues no se había desprendido de los vaqueros ni de las botas camperas, pero se había decorado convenientemente la cara con purpurina en los ojos, colorete en las mejillas y carmín en los labios. De esa guisa se había presentado el muchacho en un concierto de... ¡Ovidi Montllor! Sí, amigos, puede que sus equivalentes londinenses pudiesen elegir entre David Bowie, Roxy Music y Steve Harley, pero nuestro héroe se tenía que apañar con el bueno de Ovidi porque aquí no teníamos glam rock e incluso quienes comprábamos los discos de los personajes recién citados no podíamos dejar de considerarlos (¡España y los españoles somos así, señora!) una pandilla de maricones. Me acordé de este pionero (que, sin duda, acabó la velada apaleado por un grupo de cazurros) la otra tarde, en el Verdi, viendo Velvet goldmine, la película que el irregular cineasta norteamericano Todd Haynes ha dedicado, gracias al dinero de su amigo Michael Stipe, líder de REM, a ese efímero movimiento estético-musical que se adueñó de la escena rockera británica durante la primera mitad de la década de los setenta. ¿Qué habrá sido del muchacho del colorete y la purpurina? ¿Sería uno de los escasos espectadores que compartieron sesión conmigo hace unos días en el Verdi? ¿O estará demasiado ocupado ganando dinero para pagar la segunda residencia y los colegios de los niños como para recordar los lejanos tiempos en que se sentía dispuesto a comerse el mundo a golpe de lápiz labial? La verdad es que las únicas personas que vi esa tarde en la sala eran una chica que olía a pachuli (¡te equivocaste de década, guapa!) y un señor mayor que empezó a dormitar a los 10 minutos de proyección porque, evidentemente, lo que se le explicaba en la pantalla ni le iba ni le venía. No puedo culparle. La duda que yo tenía mientras me internaba por las callejuelas del siempre confuso barrio de Gràcia era cuál de los dos Todd Haynes me iba a dirigir la palabra esa tarde. Uno de ellos, el que dirigió Sate, desgarradora fábula moral sobre una mujer alérgica al siglo XX que acaba recluida en una grotesca granja new age, es un tipo estupendo. El otro, el que perpetró aquel ridículo homenaje a Jean Genet que fue Poison, me da más miedo que un nublado. Lamentablemente, este Todd Haynes (¡la cabra tira al monte!) es el que ha fabricado Velvet goldmine, una película que podría haber sido un interesante documento sobre una época y un lugar y que, por culpa de la militancia homosexual de su autor, se convierte en un espectáculo (perdóneseme la incorrección política) sólo para moñas. Señor Haynes, su tesis de que los años setenta eran fantásticos porque todo el mundo perdía aceite no cuela. A pesar del desastre conceptual; no pude evitar esa tarde en el Verdi, mientras escuchaba todas esas canciones que alegraron mi adolescencia (el volumen atenuaba los cadenciosos ronquidos del señor mayor antes citado), sentir cierta nostalgia por esos años en los que no paraban de publicarse discos que eran buenísimos o a mí me lo parecían. De repente, me veía de nuevo, a mis 17 años, saliendo de Castelló con el Ziggy Stardust de Bowie, el Transformer de Lou Reed o el For your pleasure de Roxy Music. Fue tal el arrebato de nostalgia que, una vez en casa, acabé desempolvando viejos discos de vinilo, comprobando lo rayados que estaban y, sin poder evitarlo, reflexionando una vez más sobre lo efímero del mundo pop: Bowie ya no sabe qué hacer para seguir en el candelero, a Bryan Ferry se le ha secado el cerebro hace tiempo, nadie sabe dónde paran Steve Harley o Ian Hunter, Marc Bolan lleva años muerto... Juraría que de casi toda esa gente ya sólo nos acordamos yo y el muchacho que iba a ver a Ovidi Montllor pintado como un loro. Y me temo que los dos estamos como el protagonista de una vieja canción de Jethro Tull: demasiado viejos para el rock and roll y demasiado jóvenes para morir.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_