La Biblia
Somos hijos del cuento, así que cuando en una época remota nos expulsaron a la realidad, no sólo proveníamos de un útero, sino de un relato o de un conjunto de relatos que después hemos reproducido minuciosamente en el áspero lugar de destino, para encontrarnos como en casa. Somos, pues, hijos de Blancanieves, y de la madrastra y de la bruja y de los enanos y del ogro, pero también de Edipo y de su madre, incluso de Adán, y hermanos por lo tanto de Abel, aunque generalmente de Caín. Hemos construido la torre de Babel y el Empire State y el edificio Torres Blancas a pesar de Dios, que intentaba confundirnos para que no alcanzáramos con nuestros andamios el cielo, donde nos aguardábamos despavoridos, pues también somos dioses y demonios y ese gusano, el caernobis elegans, con el que ya hemos logrado compartir el 36% de nuestro abismo genético. Cuántas cosas.Cambian las formas, sí, pero a estas alturas de la creación seguimos acostándonos con nuestra madre y engendrando minotauros con las bestias que nos llevamos a la cama o al laboratorio, lo mismo da. Ahí están las moscas con ojos en las patas y los ratones con orejas en la espalda y las ovejas clonadas en su laberinto. No nos falta de nada, ni siquiera las pócimas que le duermen a uno, o las que le despiertan, o las que nos convierten de gordos inmundos en afilados príncipes sin panículo adiposo. Y ahí están las píldoras de la virilidad y las de tener sixtillizos y las que quitan el hambre o la tristeza y las que nos devuelven el pelo prometido.
Dormimos en postura fetal, para volver al útero. Pero una vez despiertos no cesamos de reproducir las historias de hadas o terror (son las mismas) para volver al mito. El mundo es ya, por fin, un cuento. Qué digo un cuento: la Biblia, la Biblia en pasta, con sus pestes.
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