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Los perros de Saura (y otros)

Durante casi dos meses, del 21 de diciembre al 14 de febrero, el IVAM ha expuesto los lienzos de Antonio Saura diseminados por estos lares. Un homenaje a su muerte reciente, a su corazón detenido y a ese cráneo inerte de neandertal bueno y prospectivo. Era entrar en la sala correspondiente, tras orillar la formación en bronce de los hombretones de Abakanowicz, y acabar más pronto o más tarde dándose de bruces con los perros. El primer perro de Saura se llamaba El perro de Goya (1981) y era un óleo vertical donde flotaba un bicho más bien bizco, sin cuerpo y con un abismo de claridad aplastante sobre la cabeza. El otro perro de Saura también se llama El perro de Goya pero reina en horizontal, nos agrede desde un primerísimo plano y está fechado tres años después. Este segundo animal -o lo que sea- parece menos hundido, se sobrepone a lo oscuro con sus patas y en ese esfuerzo sobrehumano por evitar una catástrofe cuyo origen ignora se ha quedado como indeciso, humillado, perplejo y ofendido. Es sabido que Saura, como tantos otros en el siglo, sintió verdadera fascinación por el lienzo de Goya generalmente conocido, en los catálogos de El Prado, como Perro semihundido. Es ésta una obra enigmática que, igual que las restantes pinturas negras, sigue despertando la controversia de los expertos. Para empezar, ni siquiera se ponen de acuerdo en su auténtico título. Brugada la llamó Un perro y Gassier El perro. Perro semihundido es una opción poética que no oculta, sin embargo, un matiz gallego: ¿está subiendo ese pobre animal o, en efecto, cae irremisiblemente presionado por una viscosa claridad? Una cabecita ambigua que emerge quizá para desaparecer finalmente, un hocico desamparado, esa mirada de perplejidad o de escepticismo: es el testamento plástico de Goya dedicado a su futuro. Que es nuestro presente. Todo esto, si ustedes quieren, no tendría ahora mayor importancia. Sería tan sólo una amable excursión lírica por mi parte. Saura ha ido a reunirse con don Francisco de Goya en el abismo de ese gran enigma de lucidez (el otro barrio de un pintor debe ser, para ser algo, de óleo sobre nada), y sus perros respectivos, libres ya de la tarea de Sísifo, pacen probablemente en algún walhalla fisípedo. Da la casualidad, sin embargo, de que mientras aquellos desasosegantes sabuesos pendían en el IVAM rodeados de otros conmovedores monstruos no menos caninos (como el Retrato imaginario de Felipe II, el propio Autoretrato del pintor o ese gran chucho verticalmente patético que es la Gran crucifixión) un sector de nuestra entrañable sociedad se enzarzaba en una disputa a muchas bandas originada por la desgraciada muerte de un niño a causa de las mordeduras de un dogo argentino. Han sido muchos días de darle al perro palos de ciego. Al perro de presa y a todo el que se pusiera por delante. Un espectáculo un poco bochornoso, la verdad. Uno cree, con Jesús Mosterín, que los animales son nuestro reflejo más diáfano, su sufrimiento el nuestro, su violencia siempre infinitamente menor que la habitual entre sus hermanos erectos. Pero no ocurre nada ahí afuera que no tenga su reflejo paradójico allá adentro, en el museo. Mientras los elementos sociales -por llamarlos de alguna manera- más proclives al escándalo, al rumor de vísceras, a la bilis y al onanismo moral de las páginas de sucesos desencadenaban una campaña de busca y captura de todo perro viviente que no fuera estrictamente faldero, los chuchos de Saura se reafirmaban en su estirpe. Una saga que va de los lienzos del de Fuendetodos al fantasmático chien andalou de Buñuel -que tampoco sabemos si sube o baja- y luego recala inopinadamente por estas tierras en los Perros ahorcados de César Simón. En este dietario otoñal leemos a un poeta en los lindes de su condición que se identifica "con el organismo más insignificante, que quiere vivir como un grito, como un canto a la vida, y que es degollado y devorado". Y que es, indistintamente, a veces un niño y a veces un perro. El perro. Otro.

Joan Garí es escritor.

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