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Reportaje:PLAZA MENOR - MIRAFLORES DE LA SIERRA

Cerdos, flores, reinas y poetas

Acreditada localidad de veraneo desde que a principios de siglo se inventaran tal costumbre los pálidos y pudientes ciudadanos de la capital, que dista de aquí 50 kilómetros, Miraflores de la Sierra llevó hasta el siglo XVII el poco agraciado nombre de Porquerizas. Denominación de origen que hoy no parecería muy ajustada a la realidad de un pueblo ganadero que salvo en sus remotos orígenes no tuvo mucha relación con el cerdo, hasta el punto de que en los indicadores municipales de 1997 del Instituto de Estadística sólo figuran estabuladas en la villa cuatro cabezas de ganado porcino, por algo más de dos mil de bovino.Según recoge una leyenda a la que se aferran todavía hoy con más amor que razones los vecinos de la localidad, el sugerente cambio de nombre se debió a la feliz invención de Isabel de Borbón, esposa del rey golfo y pasmado don Felipe IV, que pernoctó en 1620 en el pueblo de camino hacia la capital donde iba a celebrar sus bodas con el monarca. Cuenta la piadosa leyenda que la futura reina, al abrir la ventana de su alcoba por la mañana, tras pasear su vista por las floridas laderas de los montes vecinos exclamase: "Mirad, flores de la sierra". Bien nacida y agradecida, doña Isabel sólo tardaría unos cuantos días en solicitar de su augusto esposo el cambio de denominación de la villa de la que había sido huésped una noche, petición que por supuesto su reciente cónyuge concedería graciosamente, convirtiendo el trivial comentario matutino de su reina, "Mirad, flores de la sierra", en el amable topónimo Miraflores de la Sierra, ideal para el posterior desarrollo turístico de la zona.

En su libro sobre el origen de los nombres de los pueblos de la Comunidad de Madrid, Javier Dotú sugiere con humor: "Yo, modestamente, no dudo del alborozo y la sorpresa de la futura reina de las Españas al contemplar las laderas de las montañas circundantes, pespunteadas de mil colores, pero me inclino más a pensar que lo que dijo a sus damas de compañía se acercaría más a esto: "Regardez il y a des fleurs". O sea, en francés".

Miraflores habría estado en un tris de llamarse, por tanto, "Regardefleurs de la Montagne" con todos los merecimientos, lo que tampoco sería extraño si tomamos en cuenta, por ejemplo, que uno de los barrios más castizos de la capital comunitaria lleva, sin que nadie se escandalice, el nombre de Chamberí por el Chambéry de la Saboya francesa. En cuanto a la verosimilitud de la ocurrencia, creo que no tiene nada que envidiar a la de la fundación de Roma, a cargo de Rómulo y Remo, hijos adoptivos de una loba con instintos maternales muy desarrollados o a la de Madrid, nacida bajo los auspicios de Ocno Bianor, un príncipe troyano extraviado que acabó dando tumbos por la meseta.

Flores hay para dar y tomar en la estación propicia y porquerizas apenas, con lo que el cambio de nombre resulta más que justificado. Lo cierto es que la fundación del lugar y su primer topónimo se debe a los expansionistas pastores segovianos que, en busca de mejores pastos, sembraron de pequeñas pueblas, hitos puntuales de su trashumancia, la sierra norte de Madrid, y que al parecer solían guardar los cerdos que previsoramente llevaban para su manutención en este privilegiado reducto serrano.

"Tierra de boyeros y colmeneros, de cazadores y leñeros" escribe Jiménez de Gregorio; en torno a esta comarca giraron las luchas territoriales entre la ciudad de Segovia y la ciudad de Madrid que convirtieron estos territorios en una edición anticipada del Far-West, con sus correspondientes cuatreros y bandoleros, que encontraban buenos refugios en los laberintos graníticos de La Pedriza y de los montes colindantes. Así fue hasta que el monarca castellano Juan II, harto de litigios y correrías, instituyó el señorío del Real de Manzanares y se lo dio a guardar a don Íñigo de Mendoza, más conocido en su vertiente literaria como el marqués de Santillana, que, entre mediaciones y pacificaciones, tendría tiempo para recorrer sus dominios y componer sus graciosas "serranillas" rindiendo tributo a la belleza, fortaleza y carácter de unas "vaqueras" de armas tomar y poco amigas de galanterías por muy nobles que fueran los galanteadores.

Hoy, Miraflores es una villa de aspecto apacible y próspero, con cerca de 4.000 vecinos censados que llegan a cuadruplicar su número en fines de semana y periodos de vacaciones. En sus calles aún pueden observarse antiguos y abrigados caserones de piedra y en los alrededores quintas y villas de recreo, hoteles y mansiones de los primeros veraneantes, entre los que se contó don Niceto Alcalá Zamora, presidente de la II República española antes de la catástrofe y del exilio.

Otro veraneante ilustre y habitual desde 1927 fue el poeta Vicente Aleixandre, que, entre sus delicadas glosas al paisaje colindante, dejó un hermoso y sereno poema dedicado al emblemático álamo situado en el centro del pueblo, monumento natural bajo cuya hospitalaria copa solían reunirse los vecinos de la localidad. Cuando una reciente plaga, la voraz grafiosis que se llevó a tantos de sus hermanos, secó definitivamente su savia, el álamo tendría alrededor de los 300 años, la circunferencia de su tronco era de 6,50 metros y su airosa copa se extendía hasta los 21.

Hoy el rugoso y secular tronco, muerto y embalsamado, sigue ocupando su espacio en la plaza mínima, "entre las casas bajas como animales tristes" que "a su sombra dormían".

José Miguel Lorente Perales, Maíto, popular y reincidente alcalde de Miraflores, señala al cronista las bellezas de la localidad y la querencia de los políticos socialistas como Felipe González y Carmen García Bloise por la villa, la existencia de un "clan de Miraflores" que, desde un modesto chalé de la avenida de José Antonio, hizo oposición antes de trasladarse a La Moncloa.

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