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Depresión

ENRIQUE MOCHALES La lluvia. Los que estamos intentando superar el invierno apenas pedimos primavera en silencio cada vez que miramos el cielo o escuchamos las previsiones meteorológicas. Yo me digo que febrero fue siempre un mes un tanto estúpido. El invierno, después de las Navidades, nos hace pensar que se marcha y no se va, y la primavera no llega nunca. El frío se ha instalado ya en nuestras camas, casi en nuestros sueños, y la lluvia, sobre todo la melancólica lluvia, es otro huésped pelma que nos cala en la coronilla y se introduce por fin en el alma. Febrero ha sido habitualmente el zaguán de las depresiones. Según los últimos cálculos de la OMS, en el mundo hay trescientos cuarenta millones de deprimidos. Y este organismo también vaticina que en el año 2020 la depresión será la patología que provocará más pérdida de años de vida saludable, sólo superada por las enfermedades cardiovasculares. Ya sé que las estadísticas no son la panacea del saber y del vaticinio, pero no por ello hay que ignorarlas olímpicamente. Son un dato más a observar con una mínima reserva. Febrero, después marzo, y siempre la lluvia. Febrero precede a la primavera, una estación violenta llevada visionariamente a la música por Strawinsky en su consagración. Una estación que no sólo se hace notar en el florecer de los capullos del bosque de Bambi, sino que incrementa la tendencia al suicidio de la gente. Hay diferentes factores de riesgo para la depresión, como pueden serlo la edad, las influencias del entorno, las experiencias infantiles y los rasgos de la personalidad. La estupenda primavera, que todos esperamos con ansiedad, parece ser una especialista en poner en juego estos factores, potenciándolos hasta liberar el fatídico y tenebroso polen de la absoluta tristeza en el aire. Así que la primavera, tan idolatrada por la especie humana, se anuncia muy a menudo con bruscos cambios de carácter, reacciones agresivas, ansiedad, excitación, o pena. Estados de ánimo, al fin y al cabo, radicales como la mutación de la crisálida. Muchos nos transformaremos en seres más hedonistas, pero otros se quedarán en sus oscuros sacos, como dormilonas larvas, incapaces de abrirse paso a la luz, en el invierno polar de sus emociones. Ahora la lluvia golpea suavemente tras los cristales de mi ventana, y mi gato me mira soñolientamente con sus ojos de almíbar. Me pregunto si a los gatos les afectan las depresiones. Pero a este gato parece que no le pasa nada. Le admiro, y me hago la pregunta a un nivel más general: ¿les afectan las depresiones a los animales, o es una afección estrictamente humana? ¿Alguien puede concebir a una mosca deprimida, o a un pez de acuario deprimido? Parece más probable que un caballo se deprima, o un perro, e incluso una vaca, pero, ¿y un gato? Hay que reconocer que algunos de estos animales no tienen una vida demasiado alegre, ni asaz apasionante. Si la depresión no sólo depende de la lluvia, dado que es cosa de muchas otras lindezas, ¿por qué no va a deprimirse también este gato, que no hace más que comer y dormir, y que se pasa la vida encerrado en casa? Los veterinarios sostienen que también los animales se deprimen. Pero, esto es lo más curioso, algunos psicólogos y psiquiatras dicen, por otro lado, que la compañía de un animal doméstico es una magnífica terapia para prevenir ciertas depresiones y melancolías, independientemente de que disfrutemos de una compañía humana. Por eso hoy, que me siento más solo que una piedra lunar, que el cielo está oscuro, que oigo truenos lejanos, y que la lluvia no para de caer sobre la ciudad, me reconforta ver como mi gato se despatarra en el suelo y se dispone felizmente a echar su vigesimocuarta siesta de la tarde. Tal vez sueñe con exóticos harenes, con paradisíacos jardines, o con tejados estrellados. A él, mientras esté a cubierto y calentito, la lluvia parece no importarle. No está ni triste, ni azul. Quizás los animales sufran del ánimo, pero menos. La depresión parece el precio que los humanos hemos de pagar a cambio de nuestro sofisticado cerebro.

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