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Reportaje:

Roma contaminante

Gianni Vattimo (Turín, 1936), teorizador del pensamiento débil -"una teoría bastante profunda de las limitaciones del ser", como se aprestó a decir en cuanto fue presentado al público de la Virreina por Manuel Cruz: segunda conferencia del ciclo Las ciudades tienen ideas-, no desmintió el canon escolar sobre la civilización romana. Decían los libros, en efecto, que en Grecia nació el concepto y en Israel la moral de la que vivimos, y que la civilización romana, antes y después de Cristo, actuó como crisol sintético, transmisor de lo uno y lo otro. Vattimo, hablando el jueves en un itañol envidiable, simpático, ágil y comedido, convirtió la sentencia del manual en virtud posmoderna. Ésta fue su parole: "Roma fue el epicentro de una civilización secundaria, contaminante, que transmitió, transformándolos de manera activa, los valores heredados. El suyo fue un trabajo típicamente hermenéutico", razonaba el acaso fundador de una nueva ontología para la que el ser es ya sólo interpretación. Todo lo que luego dijo Vattimo, arborescente y acróbata -¡y qué habría sido de sus saltos si se hubieran producido en su italiano piamontés!-, se nutrió de esa fijación inicial. Así, Roma era el Panteón donde los dioses, unos y otros, permanecían juntos en aparente comunidad de intereses: "Claro que", remataba el pensador en elegante zigzag, "el emperador estaba por encima y eso aseguraba la convivencia". Así Roma ya era habsbúrguica -y trituraba, además, la diacronía-; ya era, como fue después aquel imperio de la Mitteleuropa, una suma de ritualidades externas que no se preocupaban demasiado por las identidades particulares, internas, de lo que sostenían. En este punto delicado, Vattimo hizo ademán de desabrocharse camisa y corbata, interrogó al público sobre lo que ganarían conociendo la cicatriz que le parte el abdomen y siguió adelante, él y el público satisfechos. Llegó hasta Novalis y su elogio de los gestores cristianos: "Han tenido la habilidad de convencer al pueblo para que nunca leyera directamente las Sagradas Escrituras". La ciencia de Vattimo no aclaró por qué la ciudad de Roma y el cristianismo se encontraron, pero la predestinación y el eco de Novalis la suplieron con soltura: "El cristianismo no es más que la interpretación de Israel. Estaba, pues, predestinado a encontrarse con la ciudad hermeneuta". Por la Roma barroca pasó como una exhalación: apenas un recuerdo para el trompe l"oeil de los frescos vaticanos, o para el gusto de aquel almirante de Catalina la Rusa, Potemkin, el del efecto Potemkin, que levantaba carteles con bellos palacios al borde de los caminos para que su majestad, en visita por las provincias, no viera los eriales y la inmundicia. Por segunda vez, Vattimo se escoró hacia lo autobiográfico. No se abrió el pecho, ni amenazó con ello, pero dijo huir de estampida ante aquellos que se le encaran y dicen: "Te voy a ser sincero y te voy a decir la verdad". "¿Qué es la verdad?", se preguntaba con el talante de su maestro Heidegger, asegurando que cada vez que alguien le habla de la verdad objetiva él echa mano a la pistola: "Y lo hago porque seguro que estoy delante de un autoritario". En la Roma de hoy, fin de trayecto, recordó una de las divisas posmodernas: "Cuando crece el conocimiento del origen aumenta la insignificancia del origen". Y vio en Roma, en el camino trazado por Roma, el futuro de Occidente y lo mejor de lo que puede aportar al resto del mundo: "Un lugar donde todas las identidades sean tratadas a la manera panteonista". Sin embargo, sobre el emperador, sobre el necesario emperador que licue, como antaño, los pequeños dioses singulares, no dio ningún detalle. Vattimo triunfó. No sólo por los aplausos, sonrientes más que corteses. De un lado a otro de la filosofía, de la religión y de la historia; danzando entre los versículos de las grandes escrituras reveladas, el Corán, el Talmud o la Biblia; arriba y abajo del sentido de las palabras, hasta matarlas de vértigo; Derrida, Saussure y Wojtyla, todo bien batido... y el sabio padre Batllori le da la razón desde la primera fila: "Yo he vivido 50 años en Roma y no me he italianizado, romanizado ni vaticanizado", y el prurito gracioso de todas las conferencias se levanta a lo último, coge el micrófono, carraspea y entona solemne: "Perdone, señor Vattimo, pero ha cometido un error: la del strip-tease de La dolce vita no fue Anita Ekberg".

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