_
_
_
_
_
Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los zapatos de Fred Astaire JAVIER CERCAS

Javier Cercas

Alguien le preguntó una vez a Gene Kelly qué diferencia había entre Fred Astaire y el resto de los bailarines. "Muy sencillo", contestó Kelly. "Nosotros bailamos: unos bien, otros mal y otros regular. Él, en cambio, hace otra cosa". Estoy seguro de que si a cualquier cineasta español mínimamente honesto -o a cualquier cineasta a secas- le preguntaran qué diferencia hay entre Víctor Erice y el resto de los cineastas, la respuesta no sería muy distinta: también Erice hace otra cosa. Menos unanimidad habrá sin duda a la hora de razonar esa respuesta, pero un hecho parece en todo caso evidente: no hay ningún director vivo que, habiendo estrenado sólo tres películas -El espíritu de la colmena, El Sur, El sol del membrillo-, sea considerado unánimemente como un maestro del cine. En realidad, le hubiera bastado con una sola de ellas, porque, a diferencia de otros directores -que hacen películas buenas, malas y regulares-, Erice sólo las hace buenas. Más exactamente: hasta hoy, sólo ha hecho obras maestras. Pero, además de hacer un cine extraordinario, Erice es capaz también de reflexionar con extraordinaria lucidez sobre la naturaleza y los avatares del cine. Cosa que, me temo, también lo separa de la casi totalidad de sus colegas españoles. Voy hace unos días al Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) a oír hablar a Erice sobre cine y pintura. Lo presenta Domènech Font. Luego Erice, después de fijar algunas diferencias esenciales entre el cine y la pintura -"la pintura puede representar el tiempo, pero sólo en las películas puede transcurrir el tiempo, sólo ellas pueden evocar su transcurso"-, se lanza a un recorrido histórico de las relaciones entre ambas artes, unas relaciones que, según él, no son nunca de dependencia mutua, sino de mutua influencia desde el principio, cuando el nacimiento del cine modifica en parte el discurso de la pintura moderna, mientras que el cine halla en la pintura una forma de ennoblecer sus plebeyos orígenes de invento de barraca de feria. En cuanto al final, bueno, al final Erice viene a decir que el cine está muerto. Uno, que a lo mejor es un optimista recalcitrante y que tiende a creer que las cosas, como la materia, no mueren, sino que sólo se transforman, siempre que oye hablar de la muerte del cine -o del baile- se acuerda de Oscar Wilde, que cada vez que alguien le decía que había agotado la vida pensaba que era la vida la que lo había agotado a él. Pero Erice no es Wilde; ni es optimista. Piensa que el cine se ha convertido en un arte subsidiario, encerrado en la tele y subordinado a ella. Que por eso es una presa fácil de la vulgaridad y el aborregamiento. Que es un producto exclusivamente industrial, fabricado en serie, y que sólo alguna vez, y sólo por casualidad, tolera la aparición de una obra de arte. Que por eso la historia del cine está cumplida. Al salir de la conferencia me encuentro a Joan de Sagarra. Me pregunta si estoy ahí para escribir una crónica. Le digo que sí. Me pregunta si voy a ir a cenar con Erice. Le digo que no. "¿Todavía no has aprendido el oficio de periodista?", me pregunta. Sólo se me ocurre decirle la verdad, y cuando ya estoy temiendo que me hable de la muerte del periodismo, me suelta: "Pues ya va siendo hora". Me coge de una oreja y me arrastra al restaurante Estevet, donde al parecer se reunía la gauche divine a cenar en los sesenta, antes de irse de copas Rambla abajo. Ceno con Erice y con Sagarra y con gente del cine, entre ellos José Luis Guerín, que es el mejor discípulo de Erice, si no el único. Naturalmente, hablamos de cine; Erice lo hace con apasionamiento, pero midiendo cada una de sus palabras, como si sintiera por él un respeto inmaculado. Oyéndole, es fácil llegar a la conclusión de que, si no ha hecho más películas, no es porque no haya querido, sino porque la miserable industria cinematográfica de este país no se lo ha permitido. Su último proyecto, El embrujo de Shangai, basado en la novela homónima de Juan Marsé, lleva años esperando en un cajón. El guión está escrito, pero ha encontrado más que problemas para rodarlo. Alguien me dice por lo bajo que Erice ya ha tirado la toalla, y mientras le oigo hablar de esa película que quizá nunca va a hacer me digo que es como si a Fred Astaire le hubieran quitado los zapatos de bailarín, y que si al final Erice no puede rodar El embrujo de Shangai habrá que empezar a olvidar el optimismo y a Oscar Wilde, porque significará que el cine español -o el cine a secas- está de verdad muerto.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_