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Tribuna
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Estrasburgo contra Bruselas, ¿y Amsterdam?

El Parlamento Europeo contra Bruselas. En fin, pasa algo que se parece a una confrontación política. Se parece solamente. Como la gran novela de Steinbeck, fue un "combate dudoso". O un conflicto asimétrico. El Parlamento hace ver que controla a un Ejecutivo que no lo es, ejerciendo de tribunal de cuentas, pues no tiene ni competencias ni representatividad suficientes para legislar y controlar al Gobierno real, que reside en el Consejo Europeo y en los Consejos de Ministros. Los grandes responsables del embrollo europeo. No nos engañemos. Ni la solución está en Estrasburgo ni el problema está en Bruselas. Por buenas intenciones que haya en unos y comportamientos burocráticos irritantes en otros. Ya está bien de que se remuevan las aguas estancadas del actual engendro político europeo ("objeto político no identificado", le llamó Delors). Pero, si hay algo podrido, no duden, no está tampoco en Dinamarca, sino en Holanda. Aunque los holandeses no tengan culpa de ello. Algo huele mal en Maastricht y Amsterdam, diría Hamlet.El Tratado de Amsterdam debía configurar la arquitectura política europea que vistiera el economicismo de Maastricht antes de la puesta en marcha del euro y de la banca central y que abriera unas puertas razonables a la ampliación. Ha sido un espectacular y unánimemente reconocido fracaso. Institucionalmente retrógrado, funcionalmente inoperante, socialmente omisivo, participativamente nulo y culturalmente inocuo, el Tratado de la UE no sólo no prepara el futuro, sino que no responde ni a las exigencias del presente ni al famoso déficit democrático del pasado. Ya tenemos euro, Banco Central y pacto de estabilidad. Incluso The Economist expresa su preocupación por los efectos contrarios al crecimiento y a la generación de empleo que representa un banco independiente de un control democrático, pero sometido a unas rígidas condiciones de mantener la inflación al mínimo y reducir el déficit público, y nada más. El modelo "intergubernamental" es "la prehistoria de la Unión Europea" lo denomina Herzog, el diputado europeo que promovió el Informe sobre la participación de ciudadanos y agentes sociales en el sistema institucional de la UE y de la CIG. Pues bien, seguimos en la intergubernamentalidad.El Consejo Europeo reina y preside, el Consejo de Ministros es ejecutivo y legislativo a la vez y el Parlamento propone y no es escuchado. Por ejemplo, las moderadas propuestas del informe Herzog, aprobadas en 1996 por la comisión parlamentaria, esperan en el cajón. Y las del "comité de sages", presidido por la ex jefa de Gobierno portugués señora Pintasilgo y del que formaba parte el profesor García de Enterría, sobre los derechos cívicos y sociales. Por cierto, este último informe fue encargado por la Comisión y no tuvo mejor suerte. La retórica compartida por todas las autoridades europeas sobre la ciudadanía y la democratización de la Unión es esto: retórica. ¿Cómo se va a democratizar algo que no existe (un Estado europeo) o que no se sabe lo que es (un conjunto de instituciones en permanente revisión para no cambiar nada en un territorio de geometría variable)?

El conflicto entre el Parlamento y la Comisión enfrenta a dos entes frustrados y frustrantes. La Comisión vive bajo la dependencia de los Gobiernos de los Estados que la nombran y que por medio de los Consejos de Ministros la dirigen. Es la cúpula visible una burocracia kafkiana, que adolece de legitimidad democrática que no posee y de proyecto político que no se puede inventar. El Parlamento no legisla, no controla los Consejos de Ministros, el ámbito de la codecisión es reducido, y el de iniciativa, casi nulo. Elegido por sufragio universal mediante un absurdo sistema que no es ni europeo ni local, debe legitimarse ante las opiniones públicas. Y tal como están las cosas, su principal derecho parece ser el del pataleo. Precisamente una de las pocas competencias políticas que le concede el actual Tratado de la UE es la de ratificar y censurar la Comisión. Estrasburgo contra Bruselas, mientras Amsterdam (lo "intergubernamental") duerme tranquila.

Uno se pregunta cómo es posible que la izquierda europea gobernante ratifique el Tratado de Amsterdam. Sinceramente, no entiendo cómo no hay movimientos cívicos o sociales que propugnen la abstención o el voto en blanco en las elecciones al Parlamento Europeo. El Tratado de la UE consolida una situación inaceptable. El Parlamento Europeo no la puede cambiar.

Entonces, ¿por qué hay que hacerse cómplices de atentados a la democracia y el sentido común como éstos?

1. El sistema electoral. Las listas nacionales no representan ni proyectos europeos ni territorios concretos. ¿Por qué no un sistema mixto que permitiera elegir diputados por regiones o grandes ciudades nominalmente y listas europeas mediante un sistema proporcional corregido para compensar los efectos mayoritarios de la elección nominal? ¿Cómo puede aceptarse un sistema electoral que además da lugar a que un diputado italiano, por ejemplo, necesite 15 veces más votos para ser elegido que un luxemburgués?

2. Un Parlamento debe ser un Parlamento. Sea europeo, americano o mongol. "No hay tributos sin representación", proclamaban los fundadores de los EE UU de América. Vale. No puede haber política económica o de las que sea sin normas y controles parlamentarios. Sin generalización de la codecisión y sin derecho de iniciativa legislativa, para citar sólo los mínimos inmediatos, no hay Parlamento que valga.

3. El Ejecutivo debe responder ante el Parlamento. Si lo es, o lo debe ser, la Comisión, y ésta no es de elección directa, entonces debiera ser elegida por el Parlamento. Las listas al Parlamento Europeo estarían encabezadas por los candidatos a la presidencia de la Comisión.

4. Los actuales Consejo Europeo y Consejos de Ministros deben transformarse. Cámara territorial o federal que represente no a los Gobiernos, sino a Estados mediante los Parlamentos. Esta segunda Cámara podría dar cabida, además, a los representantes de aquellas entidades subestatales (nacionalitarias o regionales) que tuvieran competencias legislativas en materias coincidentes con las comunitarias. Y complementaria por conferencias regulares de jefes de Gobierno (como las conferencias de gobernadores en algunos Estados federales).

5. ¿Quiénes pueden votar; es decir, ejercer de ciudadanos europeos? Todos, no. Los europeos comunitarios que residen en un país de la UE sin ser "nacionales", en teoría, sí. Pero, en la práctica, las dificultades burocráticas, sumadas al escaso interés de las elecciones europeas, han provocado una exclusión de facto: sola-

mente el 3% estaba inscrito para votar en las anteriores elecciones (1994). Pero hay muchos otros que están excluidos legalmente: los "no comunitarios". En la UE hay un décimosexto país que nunca se cita con los otros 15: el compuesto por los 13 millones de residentes legales no comunitarios. El sexto país de la UE por población, y al que deberíamos añadir a los "ilegales" y a los que por reagrupamiento familiar, asilo político o política migratoria legal están en las puertas, lo cual nos daría un país de unos 20 millones de habitantes. Sin derechos políticos. ¿Por qué no atribuir la ciudadanía europea, con independencia de la nacionalidad, a todos los que residen en el territorio de la UE? La actual exclusión es un escándalo que por sí solo reduce la legitimidad de las elecciones europeas.En resumen: Europa aburre y se aburre. Es lógico que rebus sic stantibus el presidente de la Comisión tenga la cara de Santer. Y que Delors fuera más la excepción que la regla. Europa es un gran proyecto histórico que ha perdido el sentido al no dotarse de contenidos sociales y de instituciones plenamente democráticas. No hay ciudadanos europeos ni un pueblo europeo porque no se ha hecho casi nada para promover cultura y educación europeas, para generar espacios políticos y comunicacionales que configuren movimientos sociales y opiniones públicas de ámbito europeo. ¿Qué hacer entonces? Volver a empezar. No se trata de desandar lo andado, sino de caminar para abrir el camino de la democracia y de la ciudadanía europeas. Nada muy original: abrir un proceso constituyente. Pero no de las cúpulas sino desde la sociedad civil, las entidades locales y regionales y los Parlamentos nacionales. Estos tres tres macrosujetos colectivos deberían iniciar un proceso deliberativo, abierto a una amplia participación cívica, que culminara en unos Estados generales. Paralelamente, el Parlamento Europeo, con la Comisión y el Consejo Europeo (intergubernamental), prepararía una Asamblea constituyente que aprobaría los principios básicos de la Constitución europea y de la Carta de la ciudadanía, y debatiría también las proposiciones emanadas de los Estados generales. El proyecto básico de Constitución y de Carta de derechos que aprobara la Asamblea sería sometido a referéndum el mismo día en todos los países de la UE. Un proceso de este tipo permitiría el nacimiento no sólo de un Estado europeo, sino también de un pueblo europeo.

Jordi Borja es autor de un informe sobre La ciudadanía europea, con Valerie Peugeot y Géneviève Dourthe, encargado por Eurociudades y el Ayuntamiento de Barcelona.

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