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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Siempre el Peñón?

ENTRE ESPAÑA y el Reino Unido, una vez más, se interpone el Peñón como obstáculo mayúsculo. Que los titulares de Exteriores de ambos países, Abel Matutes y Robin Cook, respectivamente, hayan contribuido a relajar la tensión tras su larga reunión de ayer en Luxemburgo no significa que se haya dado paso significativo alguno hacia la resolución del contencioso. Londres prefiere hacer la vista gorda ante el manifiesto e ilegal parasitismo de la economía gibraltareña -Cook exigió ayer "pruebas" para actuar- y promete entretanto aplicar "en breve" en la colonia la catarata de directivas incumplidas de la UE.Tras demasiados años de gestos españoles correspondidos por el inmovilismo británico, no hablemos ya del gibraltareño, le corresponde a Londres mover ficha. Los problemas concretos recientes sobre la pesca o los controles en la Verja han llovido sobre un terreno abonado por la falta de avances sobre el tema esencial: el de una situación colonial, la última en la UE, absurda entre dos socios de esta organización y aliados en la OTAN. Es hora de afrontar de forma constructiva y flexible la cuestión de la soberanía. Aunque pinche o queme, José María Aznar y Tony Blair deben tomar el asunto en sus manos. De otro modo quedaría patente que el único rédito que saca Aznar de su amistad con Blair es en beneficio político propio, no en el de los intereses generales de España

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Matutes desoye a Cook y mantiene los controles en Gibraltar

La España democrática ha sido harto paciente. Desde 1984, con el inicio del llamado proceso de Bruselas, ha ido cediendo o haciendo propuestas constructivas. Londres, nada. Ni siquiera ha podido aplicar el acuerdo de 1987 entre ambos países sobre el uso conjunto del aeropuerto de Gibraltar, instalado en un istmo usurpado a España, en flagrante contradicción con el Tratado de Utrecht, algo que Londres podría recordar a los gibraltareños. Ese tratado, de 1713 y sin fecha de caducidad, es uno de los acuerdos internacionales en vigor más antiguos del mundo.

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El drama es que ningún Gobierno británico ha querido nunca mover pieza en Gibraltar. No porque le importe verdaderamente la suerte de los gibraltareños -véase el ejemplo de Hong Kong-, sino porque no ve beneficio político o electoral alguno en un país en el que las campañas en los medios de comunicación, especialmente en la masiva prensa popular, tienen atemorizado a cualquier Ejecutivo, y, por supuesto, al laborista de Blair, a pesar de que cuenta con una abrumadora mayoría en el Parlamento.

La excusa es siempre la de los deseos de los gibraltareños. Pero éstos no cambiarán mientras vean que el viento no gira en Londres. Si el Gobierno de Blair indicara su intención de abordar un cambio en la soberanía territorial del Peñón, los llanitos podrían entonces convencerse de que no hay otro camino. España debe demostrar al Reino Unido que, aunque no tenga mucho que ganar, sí tiene que perder de no encontrarse una salida razonable a un inacabable contencioso. Parece, pues, llegada la hora de superar los temores a las opiniones públicas y dar prueba de liderazgo. Tanto en Madrid como en Londres.

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