Las cenizas de un "fan" ANTONI PUIGVERD
Siento en el alma tener que confesar que nunca me convenció el pop / rock que me tocó en la lotería generacional. Del pop yo sólo aprecié su literatura, y en concreto, la del gran Àngel Casas (¿dónde está?, ¿acaso ya se ha jubilado?), que repartía ingeniosa doctrina no sé si en Oriflama o en El Correo Catalán, el diario que leía mi tío abuelo. La música de mi adolescencia puede resumirse así: algo de Credence y Génesis, bastante de Bob Dylan y del folk americano o local, mucho de Raimon, Pi de la Serra y Ovidi, puesto que los mítines de aquellos años se hacían con guitarra. Me gustaba el blues, pero no daban entonces esta música en la radio (podía oírse, por ejemplo, a un simpático negro, de cuyo nombre no consigo acordarme, cantando un almibarado estribillo "y llovía, llovía, esperando a mi amor, y llovía, llovía"). En casa teníamos un esmirriado tocadiscos en forma de cajita blanca cuya tapa servía de altavoz. Por lo demás, mis padres nunca soltaban pasta para los discos de Dylan. Pues bien: a pesar de tan mísero panorama, yo también practiqué la idolatría. Yo fui un fan. Lo recordé días atrás hojeando un diario. Me di sentimentalmente de bruces contra una fotografía de Maria del Mar Bonet, que está presentando su nuevo disco. Observé la imagen. En plan cursi podría referirme a su "espléndida madurez", pero es cierto: ella parece haber pactado con el diablo. El tiempo se ceba contra todos nosotros y ella aparece en la presentación de su nuevo Cavall de foc como siempre: con su tenue sonrisa de Gioconda, su mirada oscura bajo las cejas mediterráneas, unos labios que nunca necesitaron silicona y una sugestiva carnalidad que continúa ocultando, como entonces, tras un vestido estrictamente musical. Así la admiraba yo, en secreto, en aquellos años, felizmente superados, en que cantar en catalán era una forma de militancia. Muchos de aquellos cantantes, algunos de los cuales todavía siguen en la brecha, eran musical y literariamente interesantes. Pero Maria del Mar era la única cantante en estado puro. Tenía, tiene, algo más que estilo propio, supo crear una ficción. Escuchándola, uno cree estar saboreando no sólo su voz y su música, sino las voces y las músicas que las olas mediterráneas transportaron de una a otra orilla, antes de la invención de los modernos sistemas de mezclas. Incluso cuando cantaba Què volen aquesta gent?, que narra la detención y muerte de un estudiante y que es una de las escasas canciones de protesta de su repertorio, sonaba como un viejo canto popolare de los campesinos del mezzogiorno. En su voz resuenan las anónimas voces de los siglos y en sus melodías se cuelan todas las melodías de este anciano mar nuestro. Corría el rumor, cuando yo era jovencito, de que Maria de Mar Bonet era una estrella antipática. Esto la convertía, a mis inocentes ojos, en alguien todavía más apetecible. (Es sabido que la antipatía es una de las virtudes sensuales de las mujeres: todas las grandes devoradoras tienen este punto en común: no hay más que ver la despectiva expresión de las modelos). Un par de veces asistí a un recital suyo, pero siempre en el gallinero, demasiado lejos. Nunca conseguí realizar el sueño de tenerla a un paso. No le habría pedido un autógrafo. El único de mi vida, conseguido poco después de cumplir los 10 años, se lo pedí al altísimo Sadurní, uno de los grandes porteros del Barça (ejercí de monaguillo en la boda de su hermano: éste es uno de los pocos méritos que constan en mi currículo). A los 18 años, francamente, deseaba algo más de la Bonet que un casto autógrafo. Aunque me hubiera conformado, como cualquier admirador que se precie, con un par de minutos de conversación, oliendo su perfume. Me enamoré de ella por televisión, una tarde de verano, en un bar. Yo estaba charlando de política con unos amigos y la televisión única de aquellos años, por un inexplicable azar, retransmitió un recital que Maria del Mar daba en el pequeño patio de un viejo palacio gótico de Palma. Rodeada de amigos, de sus parientes, de su mamá. "Mercè, l"aigua m"és llunyana...". Sonaron las melodías populares mallorquinas, los extraordinarios poemas de Rosselló-Porcel, las canciones ligeramente teñidas de jazz. No quité ojo de la pantalla en blanco y negro. Pasarán más de mil años, muchos más, y no olvidaré los ardores de aquella tarde de verano. No sólo su nombre sabía a mar, sino la voz oscura y el ondulado cuerpo, los ojos insondables. Todo en ella era agua e invitaba a bañarse. Vi la foto, el otro día, y recordé todo esto: las cenizas de mi pasión de fan. Compré el disco y ahora lo escucho. En lo más crudo de este crudo invierno, ella sigue siendo el mar de mis jóvenes veranos.
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