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Solidaridad condicional

PEDRO UGARTE El Derecho es una de esas cosas hermosas (las leyes, a efectos morales, pueden ser bellas) que sirven para ordenar la vida de los seres humanos según criterios de justicia. Algo se ha conseguido al respecto cuando no tenemos que luchar diariamente por defender nuestra casa, cuando la gente respeta, más o menos, nuestros títulos de propiedad, nuestro diplomas, nuestro carné de socio del Athletic o nuestra plaza de garaje. Las cosas se complican, sin embargo, cuando el Derecho pretende regular el poder. El Poder (sí, ése con mayúscula) es el ámbito más arbitrario, por definición, de la actividad humana. Ahí las cosas no están claras, pero tampoco puede decirse que reine la anarquía: en general, al menos en algunos países, las élites políticas se suceden en el ejercicio del gobierno según la voluntad ciudadana, y de vez en cuando cae algún ministro, algún consejero, algún diputado, víctima de sus acciones delictivas. Eso significa que aún hay esperanza para las leyes. Pero donde el Derecho ha fracasado estrepitosamente es en el ámbito de las relaciones internacionales, esa forma más alta de política, ese concierto de poderes enfrentados. Las relaciones exteriores representan la preeminencia de la arbitrariedad, de las situaciones de hecho, de las correlaciones de fuerzas, sobre la justicia, la razón y la igualdad. El motivo fundamental de la escasa incidencia de los valores éticos en las relaciones internacionales ha sido siempre la intangibilidad de los Estados y de todo lo que ocurriera en su seno. Hasta ahora nada había que objetar a un dictador si decidía fusilar a un puñado de sus súbditos. Los embajadores exquisitos, los ilustrados ministros de exteriores, los cónsules mundanos, callaban al respecto como tumbas, amparados en el principio de la no injerencia en los asuntos de otro país. Pero últimamente se ha quebrado en parte ese principio. Hay dictadores (Pinochet, quizás pronto Karadzic) que no se libran de la jurisdicción internacional, e incluso de la ordinaria de otros Estados, o países (Bosnia, Sierra Leona, Kosovo) donde fuerzas internacionales de interposición, con mejor o peor fortuna, procuran poner orden en los conflictos civiles. Esta nueva tendencia representa una inflexión saludable en la consideración de los dramas políticos que asuelan nuestro planeta. Hay que temer, sin embargo, que el sistema no prospere demasiado. Sierra Leona o la antigua Yugoslavia no son hoy por hoy ejemplos de Estados respetables, y quizás por eso el resto del mundo puede jugar alegremente en ellos al humanitarismo, al envío de tropas samaritanas. No hay que creerse demasiado este sistema. Cuando unas hipotéticas fuerzas de interposición actúen sobre Estados fuertes estaremos hablando de otra cosa. La política lo condiciona todo y hoy por hoy, puestos a ser intervencionistas, conviene serlo sólo en Estados insignificantes. Por eso, ahora que acabamos de descubrir que el agua corriente, la seguridad social y las guarderías infantiles son beneficios que debemos a nuestras exportaciones a Turquía, parece bastante difícil protestar por el genocidio de los kurdos. Pero ¿sólo Turquía? ¿Por qué no reflexionar muy seriamente sobre la suerte de las exportaciones a Chile, después de lanzar a un sabueso togado en pos de Pinochet y en contra de las reiteradas protestas soberanistas de su gobierno? No convendría ponerse tontos con esos países gracias a los cuales nuestros empresarios pueden ganar dinero y seguir ofreciéndonos contratos temporales. Al menos nos quedará un consuelo: siempre podremos ser humanitarios, e incluso resueltamente justicieros, en Sierra Leona, quizás en Burkina Faso, a lo mejor en Djibuti o en las Islas Comores. Nos mostraremos insobornables, indiscutibles, insuperables campeones de la paz. Son las ventajas morales de no vender aún en esos remotos principados ninguna máquina-herramienta.

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