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La muerte a plazos

Juan José Millás

Una mujer estuvo muerta en su piso durante tres años sin que nadie se diera cuenta, ya que su banco continuó pagando los recibos de la comunidad, de la luz, y quizá las letras del televisor o de la lavadora. En otras palabras, que al cadáver le funcionaban las constantes vitales. Antes te daba un shock hepático, pongamos por caso, y te quedabas en el sitio. Se podía vivir sin otros órganos, pero sin hígado no podías ir ni a la esquina.Ahora, hasta que no entra en crisis la cuenta corriente, no das electroencefalograma plano. Es como un riñón a distancia que te tiene enganchado a la realidad con la eficacia de un respirador. Quienes creen en ella vivirán, aunque estén muertos.

Para los fallecidos tiene que ser incómodo continuar ligados a la existencia a través de la sucursal bancaria, aunque conozcan mucho al director y sean amigos de la cajera. Llega un punto en que lo que a uno le apetece es descansar y dejar, en fin, de bombear sangre o dinero al cuerpo místico. Estremece esta inercia económica, este último y prolongado estertor de la cuenta corriente empeñada en liquidar las cuotas del microondas o del entierro a plazos. Una de las ventajas de morirse es que puedes decir ahí os quedáis con toda tranquilidad. Sólo faltaba que nos tuviéramos que ir al otro mundo con las preocupaciones de éste: que si el grifo de la cocina gotea, que si el niño tose, que si la televisión hace rayas... Todo eso se va al carajo, con perdón, cuando uno la palma. ¿Por qué, pues, tienen que continuar palpitando la supercartilla del Santander o el libretón del BBV como un corazón delator? Pues porque se han convertido, pese a quien pese, en una función vital. O sea, que si no tienes movimientos bancarios, estás muerto, aunque te encuentres bien.

De hecho, el caso contrario al de la señora de la noticia es el de un individuo que se quedó en paro a los cincuenta y tras consumir sus ahorros con la minuciosidad con la que un cuerpo en huelga de hambre agota las grasas acumuladas en el panículo adiposo, fueron las autoridades y lo sacaron de su casa sin dirigirle la palabra, como a un difunto.

-Pero si estoy vivo -gritaba él.

Y en cierta medida lo estaba: sus riñones drenaban bien, su estómago aullaba de hambre tres veces al día, su sangre repartía el oxígeno por todas las células del cuerpo... Pero la cuenta corriente, esa vesícula infame, había dejado de bombear dinero al torrente social. Se trataba de un zombi, en fin, del que hasta sus vecinos rehuían por miedo al contagio.

Así que no es fácil distinguir a los muertos de los vivos. Estamos todos muy mezclados. A veces, vas en el autobús o en el metro, observas los rostros de la gente y no es fácil adivinar que esa señora de ojos chispeantes, por ejemplo, acaba de sufrir un infarto bancario y está más muerta que viva, aunque continúe yendo de un lado a otro por la inercia de ir acá para allá. Mientras que ese vecino del que no tenemos ninguna noticia desde hace más de tres años se encuentra completamente fallecido en su bañera, aunque nos engañen sus parpadeos bancarios.

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Creo recordar que hace un par de años, también en Madrid, falleció una señora asomada a la ventana y estuvo varios días así, observando la calle con su mirada vacía de opinión hasta que a alguien le pareció raro que no cambiara de postura. El movimiento, como vemos, es muy importante para saber si alguien ha muerto o no. Y la señora a la que nos venimos refiriendo desde el principio tenía muchos movimientos bancarios. La antigua enciclopedia Espasa, en su artículo muerte, explicaba que para asegurarse de que alguien había fallecido convenía aplicarle un espejo a los labios, o una cerilla encendida al dedo gordo del pie. Si se empañaba el espejo o el dedo reventaba después de haberse hinchado como un globo, es que el cadáver estaba vivo. En la actualidad, habría que aplicar el espejito o la cerilla a la cuenta corriente. Es más, hoy día una buena autopsia no debería conformarse con el análisis de las vísceras, sino que debería hurgar en la situación patrimonial del muerto, en el caso de que la situación patrimonial no sea directamente una vejiga.

Por todo ello, lo ideal es que la muerte clínica y la económica coincidan en el tiempo, incluso en el espacio. Lo contrario no hace más que crear problemas. Ahora bien, mientras no logremos esta sincronía obituoria, yo prefiero, por razones de comodidad, que la muerte clínica preceda a la económica. Por lo que si me disculpan voy a prepararme la bañera.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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