Kosovo: el mito como programa
En 1989, el año en que se celebró el 600° aniversario de la batalla de Kosovo, el poeta Matija Beckovic, entonces presidente de la Asociación de los Escritores Yugoslavos, repitió una y otra vez: "Kosovo es la palabra serbia que más caro costó. Fue comprada con sangre. No podemos venderla sin que la sangre sea derramada de nuevo". Palabras que en aquel momento, reciente el acceso al poder de Slobodan Milosevic (1988), tenían un sentido político, el mismo que siguen teniendo ahora. Beckovic se refería a la sangre de los guerreros serbios derramada durante la batalla perdida contra los turcos, derrota que costó cinco siglos de dominación otomana. Podemos estar de acuerdo con Beckovic en el precio sangriento de Kosovo, pero no es el único. Porque el verdadero precio pagado por los serbios y kosovares tras la resurrección del mito de la batalla de Kosovo es mucho mayor. Incluye la resurrección de la mitología medieval serbia, el retroceso del proceso de democratización en Serbia y la destrucción del antiguo Estado yugoslavo. En Rambouillet, los serbios y albano-kosovares amenazados por la Comunidad Internacional deberán ponerse de acuerdo para aceptar el despliegue de las tropas militares de la OTAN en Kosovo. No hay otro remedio que imponer la paz por la fuerza. Sin embargo, un eventual acuerdo alcanzado hoy en ese foro no haría desaparecer el problema histórico de Kosovo.En Serbia, durante los últimos diez años, la retórica política se ha limitado a contar viejas historias nacionalistas. La base de esta retórica es una colección de fábulas que confirman la antigüedad y continuidad del pueblo, Estado, tierras, cultura y lengua serbias a través de los siglos. Estas fábulas se presentan como las claves esenciales del verdadero saber sobre los asuntos serbios tal como los concibe el nacionalismo Un grupo de intelectuales, el que más tarde fundó los principales partidos de la oposición actual, fue el primero en definir con el mito de Kosovo el problema surgido por las movilizaciones albanesas iniciadas en 1981. En 1987, el escritor Vuk Draskovic resumió el programa político del Movimiento de Renovación Serbia, el partido que fundó dos años más tarde, del siguiente modo: "Nosotros tardamos mucho en llegar a Kosovo. Una tardanza y abandono del propio destino que vamos a pagar muy caro, y posiblemente sin la oportunidad de cambiar este destino histórico. Por eso mismo, tenemos que definir lo antes posible en un programa cómo y cuándo vamos a salvar Kosovo".
Durante la Asamblea constituyente, en 1990, del Partido Democrático (la formación que hoy preside Zoran Djindjic), el poeta Gojko Djogo explicó así su programa político: "Desde el siglo XIV, los serbios nunca tuvieron nada más sagrado que Kosovo. Están ligados a esta tierra mediante un juramento y 600 años más tarde siguen dispuestos a ser mártires por ella, sacrificando su sangre. Kosovo es el eterno problema serbio, y tenemos que solucionarlo para siempre". Sin embargo, Slobodan Milosevic, el presidente del Partido Socialista (el antiguo Partido Comunista), es el que mejor ha sabido aprovecharse de las viejas historias en el terreno preparado por la oposición nacionalista. En el sexto centenario de la batalla de Kosovo se presentó ante los serbios, con mucho éxito, como el líder salvador, unificador y vengador: "La falta de entendimiento ha ido provocando nuestras sucesivas derrotas durante seis siglos. Esta falta de entendimiento, y la traición consiguiente, nos ha perseguido como un maleficio a lo largo de toda nuestra historia. Seis siglos más tarde tenemos que combatir de nuevo. Las batallas que debemos librar ahora no serán meros enfrentamientos entre ejércitos, aunque no haya que excluirlos". Gracias a la resurrección del mito de Kosovo, la pluralidad política en Serbia se resumió en la lucha sobre quién es el mejor patriota y en torno al dilema entre los nacionalismos comunista y anticomunista.
La mitología etnonacionalista ha invadido la vida política serbia como consecuencia del colapso del sistema comunista (1989) y la consiguiente destrucción del Estado yugoslavo. Es el factor principal de la agudización de la crisis. La conversión de un mito en programa político es un auténtico peligro público, y el régimen serbio lo ha ido confirmando día a día durante los últimos diez años. Slobodan Milosevic nunca disimuló su hostilidad al proceso de democratización. Ciertamente, admite que la democracia es una bella orientación política moderna pero, según él, los serbios tienen que ocuparse de asuntos mucho más importantes; no hay que perder la cabeza con estas cosas modernas. La democracia no tiene prisa, debe esperar todavía para evitar el riesgo de que los serbios pierdan lo esencial: su identidad y su unidad. Para salvar a los serbios de sí mismos y, de paso, para perpetuarse en el poder, Milosevic se apoya en la antigua idea nacionalista de que todos los serbios deben vivir en el mismo Estado, y recurre para ello a la permanente invención de nuevos peligros que amenazarían la integridad del pueblo serbio y exigirían postergar la democracia prometida. Según dice, todo el mundo odia a los serbios: desde los serbios traidores (no nacionalistas), hasta los croatas y albaneses que intentan arrebatarles su tierra más sagrada, pasando por la Comunidad Internacional que pretende entrometerse en sus problemas domésticos, incluyendo entre éstos la limpieza étnica.
De este modo, las dos fábulas relacionadas con el mito de Kosovo -el necesario martirio por la patria y la creencia en que las derrotas serbias se deben a la traición- siguen siendo en la Serbia actual uno de los principales instrumentos de poder político. La idea de que todos los serbios deben vivir en el mismo Estado (cuando en la antigua Yugoslavia federal tres de los ocho millones de serbios vivían en las otras repúblicas federadas) fue la excusa que utilizó el Partido Socialista Serbio para insistir en la preservación del régimen comunista, tras el colapso general. Según afirmaban, el comunismo era la única garantía de la conservación del Estado yugoslavo. Los eslovenos y croatas tuvieron claro, en cambio, que mantener el comunismo como querían los serbios significaba la disolución de Yugoslavia: ésta fue la principal causa política de su trágica desintegración.
Yugoslavia murió en Kosovo debido a la solución elegida para tratar de resolver el desafío de las movilizaciones nacionalistas albanesas, iniciadas en 1981. Por aquel entonces, los albanokosovares sólo pedían la autodeterminación para convertirse en una república federada semejante a Serbia o Croacia. La solución de 1983 consistía en retirar al Ejército Yugoslavo, dejando que Kosovo, poblado por una mayoría albanesa (el 90% de la población), quedara en manos de la Policía, controlada por la minoría serbia. El Gobierno serbio impuso el estado de excepción, incrementando la represión y tendiendo una cortina de humo para camuflar la limpieza étnica. La inferioridad demográfica de los serbios en Kosovo exigía imponer una dictadura total sobre la mayoría albanesa, aunque hacerlo condujera a la guerra civil. La intención de los albanokosovares de separar Kosovo, siendo como era, según el mito nacionalista, la tierra sagrada de Serbia, estimuló el llamamiento a la defensa nacional serbia y significó el aumento de la tensión bélica en toda Yugoslavia. Cuanto más decían los serbios sentirse amenazados por los albaneses, tanto más crecía el sentimiento de inseguridad entre los habitantes de las otras repúblicas. Este sentimiento era esgrimido en éstas como prueba de la amenaza serbia, y en Serbia como la prueba de la necesidad de una autodefensa serbia. La unidad de Yugoslavia descansaba en la dictadura del Partido Comunista, de manera que, una vez caído el partido, no había ningún procedimiento constitucional que sirviera para dirimir pacíficamente el conflicto en ciernes. Así, tras la conversión del mito en programa político, quedaron fijadas las condiciones para la traducción de ese programa en guerra civil: en Croacia y Bosnia-Herzegovina (1992-1995), primero; en Kosovo, más tarde.
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