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José Luis Cano

Suelo "quedar mal" olvidándome de felicitar el cumpleaños de quienes tendrían derecho a esperar de mí que lo recordase; pero, en cambio, casi siempre acostumbraba llamar a José Luis Cano en la fecha de su nacimiento, cada 28 de diciembre, para confesarle con cariñosa broma que la fiesta del día, los Santos Inocentes, era lo que -oportuno recordatorio del calendario- me permitía cumplir con él esa pequeña deferencia: "Es que tú eres un inocente, José Luis". La candorosa buena fe de este delicado poeta, tan inteligente como sensible y generoso, le hacía merecer, y aceptar con sonriente bonomía, la referencia a aquellas tiernas criaturas cuya degollación consintió Dios para preservar la vida del Salvador Mesías. Si a sus amigos nos inquietaba e impacientaba con frecuencia la indefensión en que esa imbatible nobleza suya de carácter, de intenciones y de juicio, lo dejaba frente a las desalmadas asperezas del mundo, es lo cierto que esa misma pureza de alma protegía y acorazaba a José Luis, y le impedía reconocer en el trato social las miserias de la condición humana, manteniéndole así inmune, limpio de amarguras o rencores. Era un dechado de bondad, y esa calidad suya nos hacía, a quienes lo conocíamos de cerca, quererlo más entrañablemente.Por supuesto que calidad tal se transfundía a su actividad poética, dando a sus versos una finísima transparencia. Su poesía testimonia de esa entrega rendida a la belleza en que la admiración del objeto amado -de los objetos amados, en un amplio friso de figuras diversas- ilumina al mundo en torno, creando alrededor suyo un ambiente de serena felicidad. Y ésta, su obra lírica, es la zona exenta donde los sentimientos del hombre excelente que la escribió se preservan recatada, secretamente, y le sobreviven.

La poesía es, siempre, sólo arte para unos pocos, y con lo dicho basta. Pero en esta hora desmemoriada, de tantas imposturas desvergonzadas y de tan ingratas omisiones, conviene recordar que José Luis Cano llevó a cabo, al margen de su obra poética y desde el mundo de las letras, una labor de alcance civil que hubiera debido tener más cumplido reconocimiento. Como tantos otros de los españoles que hemos alcanzado longevidad, hubo él de padecer las crueldades de la guerra fratricida y de sus secuelas. Sufrió en su carne las prisiones y sevicias de la represión franquista (su más reciente escrito publicado poco antes de caer en un silencio que se ha prolongado hasta su reciente muerte, una especie de breves memorias, refiere a su manera, es decir, sin alarde ni queja, sencillamente, aquellas penalidades), y después, pasado lo peor, en la atmósfera asfixiante del régimen, emprendió desde muy pronto la tarea arriesgada, dificilísima y verdaderamente fecunda de publicar y mantener a flote, contra viento y marea, la revista que no por casualidad se llamó Ínsula, único precario respiradero que hubo dentro de España durante los años más sórdidos, y testimonio hacia el mundo exterior de la España oprimida.

Yo no había conocido a José Luis antes de la guerra: durante la fase juvenil de la vida, una diferencia de edad de tan sólo algunos años es brecha considerable, que el tiempo se encargará luego de ir estrechando hasta casi cerrarla por completo. Después de la guerra, desde el exilio, hube de entrar en contacto con él desde más allá del Atlántico a través de esa revista, Ínsula, y a partir de ahí entablamos por correspondencia privada una relación que había de confirmarse y solidificarse luego hasta el grado del más cordial afecto amistoso. Por si hubiera sido poco el coraje necesario para dar la cara bajo aquellas agobiantes circunstancias al frente de una revista independiente, y en sordina pero inequívocamente protestataria, todavía se atrevió José Luis a colaborar con su firma en las páginas de la que editaba yo por entonces en Buenos Aires, esto es, en una publicación de exiliados, de rojos, exponiéndose con ello a peligros de los que quienes no han vivido el franquismo de los años cuarenta no pueden siquiera hacerse una remota idea. En fin, la colección de Ínsula es un monumento que ilustra acerca de las condiciones a que se vio sometida la producción intelectual y literaria en este país durante tantos y tan terribles años, y de cómo un puñado de hombres abnegados, con José Luis Cano a la cabeza, poseídos de un entusiasmo desesperado, alentaron un soplo de ilusión desde esa catacumba literaria, a la vez que le daban a España una continuada presencia respetable en el mundo intelectual extranjero, sobre todo a través de los ambientes universitarios, hasta tanto que este país, recobrando las libertades, pudiera reasumir por fin una condición de normalidad. Ahora ha desaparecido José Luis sin que, en medio de la marabunta de tantos farsantes, gritones, arribistas y desaprensivos, se le haya apenas recompensado por lo mucho que con callado sacrificio hizo a lo largo de toda su vida en pro del decoro y dignidad de las letras españolas. Tampoco él, creo, esperaba en su modestia cosa distinta ni, quizá, la echase de menos.

Francisco Ayala es escritor.

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