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El Senado y la nada MIQUEL CAMINAL BADIA

Después de 20 años de Constitución se puede decir sin lugar para la duda: si se suprimiera el Senado sólo lo notarían los senadores. Es tan poco útil la Cámara Alta que nunca es noticia. Y cuando lo es, le suben los colores al ciudadano más comprensivo con las necesidades de la política de partido. ¿Qué hacer con la denostada e inoperante ministra de Educación y Cultura? Nombrarla a dedo, mediante los votos gregarios de unos senadores reducidos a la nada. Hace tiempo que sabemos que los diputados y senadores han perdido su independencia, sometidos al mandato imperativo de sus respectivos partidos; también vamos comprobando la sumisión de los partidos al liderazgo omnipresente de quien los gobierna, especialmente si ha conducido al partido político a la victoria electoral. Sólo pedimos un poco de estética política. Aceptamos vivir engañados y llamar democracia a lo que no lo es. Incluso nos resignamos a que ciudadanos y partidos no sean el demos, secuestrado televisiva y televisadamente, por unos dioses mortales, que entran en nuestras casas media docena de veces por día con cara de líderes políticos. Pero las formas son importantes, porque en este mundo nuestro se prefiere vivir engañado, como parte de un supuesto pueblo soberano, a que todos los días te repitan que eres idiota. El nombramiento de Esperanza Aguirre ha sido una alcaldada que humilla al Senado y a la ciudadanía que lo legitimó con sus votos. Pero lo peor no ha sido eso, sino la evidencia de que un ministro despedido puede ser presidente de la Cámara alta. En la alta política, como en las grandes empresas, los despidos se hacen con una patada hacia arriba. Porque en lo alto de las instituciones se reina, pero no se gobierna. Aunque no se me escapa una posibilidad: ¿y si resulta que se ha encontrado el puesto adecuado para una persona tan poco competente para gobernar como dispuesta a reinar? Al fin y al cabo, el Congreso está para decidir, y el Senado para ratificar, menos cuando al partido del Gobierno le conviene otra cosa. En una u otra eventualidad, la nueva presidenta del Senado estará dispuesta para lo que haga falta. La capacidad mediática de la ex ministra pondrá, además, su más conocida cualidad al servicio de que todos los españoles sepan, ¡por fin!, que el Senado existe. Los reporteros de Caiga quien caiga no la dejarán sola. Supongamos, pues, que Esperanza Aguirre consigue lo que ninguno de sus predecesores ha logrado: que se hable del Senado. A primera vista sería un gran éxito que compensaría las amarguras pasadas en el Gobierno. Pero debe intentar algo casi imposible: que se hable del Senado sin que se hable de la reforma de la que todos los partidos hablan y ninguno quiere hacer. Jarros de tinta se han consumido ya escribiendo desde todas las opciones posibles sobre la reforma de la segunda cámara. Pero nunca ha habido una real voluntad política de llevarla a cabo. Los partidos mayoritarios de ámbito estatal, PP y PSOE, no están realmente interesados en ella porque un Senado ineficiente y subalterno es menos molesto que una cámara de las nacionalidades y regiones que significaría, como mínimo, la confirmación de un modelo de Estado compuesto, donde las comunidades autónomas tendrían participación directa en la política general del Estado, especialmente en relación con las cuestiones que pudieran afectar a materias de su competencia. Se resisten a promover una reforma que refleje institucionalmente la plurinacionalidad de España. El complemento perfecto a esta resistencia son los partidos nacionalistas, que tampoco quieren saber nada de una reforma que pueda conducir a un paisaje homogéneo para todos. Además, Canadá les brinda un ejemplo de Estado compuesto y federal con una segunda cámara ineficiente, desigual y no electiva. Y no pasa nada. Aquí tampoco. Unos y otros se comportan como el perro del hortelano. Y no lo entiendo, porque algo ganarían comiendo y dejando comer. El centralismo que impregna a los partidos estatales todavía ve en un Senado de las nacionalidades y regiones un peligro de disgregación, cuando el papel que ha tenido esta cámara en los Estados federales ha sido precisamente el contrario. El Senado norteamericano, por ejemplo, ha sido una institución esencial de "unión nacional". El Senado de un Estado federal nace en representación de los Estados miembros, pero se hace "nacional" implicándose en los asuntos de la federación como expresión del gobierno compartido. Un partido de Estado con visión de Estado ya hubiera planteado e iniciado hace tiempo una reforma federal del Senado. Son más lógicas las reticencias de los partidos nacionalistas porque un Senado federal en un Estado plurinacional debe reflejar la diversidad. En este punto tienen toda la razón, que comparten, asimismo, las fuerzas políticas de la izquierda catalana. Pero esta justa demanda oculta un bajo interés por la reforma. Porque ésta, sea cual fuere, implica cerrar en cierta medida el modelo territorial del Estado. Y eso no interesa. Es mejor la ambigüedad de hoy y un futuro abierto a todos los horizontes. Así que, después de tantos años, no es ninguna exageración decir lo siguiente: en España casi nadie es realmente (no sólo nominalmente) federalista y en Cataluña únicamente lo son las izquierdas (y no todas). El nacionalismo manda en España, Euskadi y en la trilateral Galeuzca, y el federalismo se esconde porque sólo es útil cuando las naciones quieren convivir, unas con otras, en un Estado compartido. Visto lo que está sucediendo, y ante tanta dialéctica nacionalista, es mejor no hacer una pregunta tan poco oportuna como ¿y el Senado qué? Por esto han puesto a Esperanza. Tres frasecitas en catalán, vasco y gallego y todos contentos. He aquí la plurinacionalidad en versión cursi. Lo elegante sería que en el Senado y en el Congreso se hablara en las diferentes lenguas del Estado. Y lo justo.

Miquel Caminal Badia es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.

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