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Tribuna:
Tribuna
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México

Confieso mi nostalgia de México cuando hay ocasión, y ahora que puedo estar aquí, aunque sea de paso, replanteo mi imaginario mexicano construido a base de revoluciones románticas, escritores fundamentales, Chavela Vargas, Lázaro Cárdenas, diez o doce corridos indispensables para la supervivencia, todos los taibos todos, todos los mestizajes y paisajes y personas de un país precursor del futuro mestizaje universal. También asumo la relectura de la globalización a la que ha obligado la insurgencia zapatista, un favor que el zapatismo ha hecho a todos los condenados a ser globalizados en las peores condiciones. Me duele que México haya exportado al PRI como metáfora de la doble verdad, el doble lenguaje y la doble contabilidad, o que el país que mejores gritos ha lanzado a favor de la libertad figure en los censos de Amnistía Internacional porque sus Gobiernos han violado derechos humanos. Al borde del abismo, la crisis de credibilidad de una modernidad en parte real, pero en buena parte de simulacro, ha puesto al país en condiciones de autoclarificarse, y esa autoclarificación depende de cómo se resuelva el contencioso de Chiapas, hasta ahora abordado por el procedimiento de eternizarlo para que se autodescomponga con la ayuda del terror perfectamente controlado y del no menos perfectamente incontrolado. El Estado moderno imbuido del monopolio de la violencia suele encontrarse más a sus anchas teledirigiendo a los incontrolados que a los controlados. Chiapas es la nueva poética de la insurgencia, sobre todo si se asume sin sectarismos ni dogmatismos, como síntoma del desorden imperante, que debe ser reordenado para que la globalización sea algo más que un neoimperialismo maquillado. Contra lo interesadamente pregonado, el zapatismo replantea la modernidad, retomada tras el obsoleto interregno posmoderno, una travesía del desierto falsificado por el skyline de Las Vegas.

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