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La desactivación de la política [HH] JOSEP RAMONEDA

El Parlament casi nunca es noticia. Es otro éxito de una autonomía que no es capaz de mantener sus instituciones al nivel de autoconciencia política que la doctrina oficial reclama. La semana pasada se habló del Parlament por dos hechos nada edificantes. El Gobierno de la Generalitat tomó represalias contra el Ayuntamiento de Barcelona (a propósito de la Carta Municipal y del Fòrum 2004) porque la oposición criticó el comportamiento de uno de sus consejeros, el inefable señor Comas. Y el partido socialista, primer grupo de la oposición, transfirió su impotencia al juzgado y presentó una denuncia contra el consejero de Bienestar Social por malversación de fondos públicos. Dos perfectos disparates que contribuyen a la tendencia general de minimizar el papel del Parlamento en las democracias posmodernas. Contestar una crítica política con una represalia, colocando la acción de gobierno en función del estado de humor del que manda, es simplemente un acto de despotismo. Trasladar el ejercicio de control del Ejecutivo, que es tarea ineludible de la oposición, a los tribunales de justicia es contribuir a vaciar de contenido el Parlamento, favoreciendo la tendencia creciente a la judicialización de la política. En cualquier caso, ambos ejemplos son ilustrativos de la parálisis que sufren los sistemas de control del Ejecutivo en las sociedades democráticas. Un problema gravísimo, porque afecta a una de las razones principales del sistema democrático: evitar los abusos del poder. Y porque la ineficiencia parlamentaria está desplazando la tarea de control del Ejecutivo hacia el poder judicial con un resultado nefasto: la politización creciente de la justicia. ¿Cómo devolver a los parlamentos la vitalidad democrática necesaria para que se restaure el equilibrio de poderes? Sabemos que nada hay más volátil que la opinión orgánica de los partidos. Es proverbial la facilidad con que, cuando llegan al Gobierno, olvidan lo que proclamaban en la oposición. El PP ha dado una muestra más estos días al negarse a crear una comisión de investigación en el Parlamento español. Cuando eran oposición, los populares hicieron de las comisiones la prueba del nueve de la bondad democrática. Nada humano es ajeno a los políticos: el poder les gusta tanto que conservarlo bien vale unas cuantas amnesias y muchas renuncias a los principios. Todo partido que desde la oposición ha defendido el Parlamento como lugar propio de la crítica y control del Gobierno, trata de minimizarlo cuando llega al Gobierno. Este tira y afloja forma parte de la vida cotidiana de la democracia. Sin embargo, la totalidad de los partidos son insensibles al desplazamiento del control del poder hacia la justicia. Hay quien sustenta que se trata de una venganza de la ciudadanía: una respuesta a la escasa fluidez comunicativa de los mecanismos de representación y una reacción ante la tendencia recurrente al uso despótico del poder. Estamos ante una dejación de responsabilidades de los propios partidos como consecuencia de algunos lugares comunes ideológicos que quieren confundir democracia con anemia política. Pasados los tiempos hiperideológicos, manda el mito de la gobernabilidad. La gobernabilidad es la coartada para buscar sistemas electorales que garanticen mayorías estables, es decir, que dejen la oposición a beneficio de inventario; crear coaliciones que actúen como mecanismo de protección mutua entre los que las forman, y establecer reglas de funcionamiento que reduzcan la actividad parlamentaria a pura mecánica burocrática. En un Parlamento sin alma, la única noticia es el griterío. Y la consecuencia, el desprestigio. La democracia debería fundarse sobre el diálogo, y el diálogo es la confrontación de conciencias libres. Sin embargo, la primera exigencia a quien quiere entrar en política es que renuncie a la conciencia por la obediencia. Un sistema de dominación de voluntades utilizado desde hace siglos por la Iglesia católica, que se refuerza con la recompensa: la orden garantiza protección a quien renuncia a la palabra. Es una renuncia libre, se dirá. ¿Puede un ciudadano libre renunciar a su valor más preciado: la autonomía de criterio? El Parlamento, que debería ser lugar de debate de ideas y propuestas, es el templo en que todo se sacrifica a la sagrada contabilidad de las mayorías, con ejercicios de funambulismo ideológico tan peculiares que, a veces, lo que no vale en el Parlamento catalán puede valer, para un mismo partido, en el Parlamento español o viceversa. ¿Hay salida? ¿Estaría la estabilidad amenazada si los diputados pudieran actuar como personas adultas, es decir, con capacidad de pensar por sí mismo, que es como definía Kant la emancipación? Algunos dirán que esta desactivación creciente de los parlamentos es la respuesta defensiva de las instituciones políticas a la colosal incidencia del poder mediático. No vamos a pedir lo imposible, pero en otros lugares la libertad de los diputados es mayor y la política está más desdramatizada. Una dimisión no es forzosamente un trauma, sino una simple corrección en el funcionamiento del Gobierno, que para esto existe la democracia. Sería conveniente avanzar hacia una vida política más activa, en la que la derrota de una proposición gubernamental no tuviera por qué significar la caída de un Gobierno, con lo cual los equilibrios de intereses serían más fluidos y la opinión se podría sentir mejor representada. Aunque quizás para ello se necesitaría una cultura democrática más basada en la conciliación de intereses que en la polarización entre voluntades excluyentes. La negativa evolución del equilibrio de poderes se corresponde con una extendida voluntad de desactivar la política. La economía es lo único que importa y, frente a las leyes inexorables del desarrollo económico, la política, en tanto que se ocupa de las personas, es un estorbo. Ante lo cual el único recurso contra los excesos del poder son los jueces. Por poco tiempo ya, porque la justicia va camino de ser neutralizada por la proyección en su seno del juego de mayorías y minorías parlamentarias.

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