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Vivir en el centro histórico JOAN GARÍ

El centro es el problema. El centro histórico de nuestras poblaciones, ombligo neurálgico, tatuaje de los siglos, corazón generoso a partir del cual se segregó y se ramificó la ciudad contemporánea como si nunca hubiera tenido un origen. La realidad es conocida y dolosa: no hay más que pasearse por los cascos antiguos de la mayoría de las ciudades valencianas para comprobar a simple vista la magnitud de la tragedia. Como en tantos otros campos, en éste las tres capitales de provincia han actuado y continúan actuando de manera eficazmente contraejemplar. El caso de Valencia resulta paradigmático, de manual. Lo ha diagnosticado literariamente Frederic Martí, en su emotivo retablo memorialístico El carrer de Rubiols: "Quan una ciutat", leemos en el prólogo "no s"estima molt seriosament, la picola dels enderrocs entra en acció de manera implacable". Ciutat Vella se hunde, en efecto, y la alcaldesa de turno -una tal Rita-, con una lógica bretoniana, ha optado por atacar el Cabañal. El Ayuntamiento (ni con éstos ni con sus anteriores inquilinas e inquilinos, todo hay que decirlo) no está dispuesto a implicarse en profundidad para salvar el centro, así que se distrae -y nos distrae- con proyectos igualmente predadores en la periferia. Así no hay forma de conseguir que los amigos de Carles Dolç -arquitectos e italianos- dejen de soliviantarle con la eterna pregunta de marras: "¿Acaso esta ciudad ha sido bombardeada?" (semanario El Punt, 3-1-99). Y sin embargo las soluciones existen, incluso para los medios más degradados. En 1989, por ejemplo, un equipo técnico coordinado por José Alemany concibió una ambiciosa propuesta de intervención urbanística para el desatendido centro urbano de Castellón. El proyecto lo cobijó el entonces alcalde Daniel Gozalbo y fue expuesto bajo el título de Castelló, centre de futur. Era arriesgado, imaginativo y factible. De acuerdo con la lógica urbanística de este país, el resultado era de prever: nunca más se supo. Juzguen los lectores ciudadanos de Alicante su propio caso: diría que no difiere demasiado de los ya expuestos. Ante la carcinomatosis capitalina, quizá en las llamadas ciudades medias, donde la extensión de los núcleos antiguos es más reducida, se han tomado decisiones quirúrgicas más efectivas. Es el caso de Gandia, por ejemplo, a juicio de paseante. Sin embargo ahora mismo uno de los proyectos más ambiciosos de regeneración urbana es sin duda el de Borriana. Cuando escribo estas líneas, el Ayuntamiento de Borriana acaba de exponer por fin al público un ambicioso plan para mejorar su casco antiguo. Se trata de un trabajo dirigido por Enric Llop, que se publicará en un catálogo cuyo título provisional es Del Modernisme a la Modernitat. El proyecto tiene un plazo de desarrollo de ocho años, contempla generosas subvenciones -con fondos europeos- para quienes rehabiliten fachadas e interiores, la progresiva extirpación del automóvil en la mayoría de las arterias, el esponjamiento o apertura de plazas y nuevas calles y mejoras estéticas generalizadas en todo el núcleo antiguo. Hay que recordar que en el siglo XIX, con el derribo de las murallas, Borriana se centrifuga, pero sus callejas más vetustas aún retienen a la incipiente burguesía hortofrutícola. Ésta, émula de Valencia, se dispone a injertar el barrio y sus aledaños con el distintivo arquitectónico de su nueva riqueza. Y ha encontrado en la naranja no sólo un gran negocio, sino también el símbolo perfecto de su más exacta condición psicosocial: orondo, jugoso, agridulce y liviano. Por eso Josep Palomero glosó la más brillante arquitectura de su barrio y el mío con la metáfora de Pell de taronja. No sé si se ha recalcado lo suficiente que es en Borriana donde el llamado modernismo valenciano arraigó con mayor densidad espacial. Como sabe muy bien Daniel Benito Goerlich, la conjunción de arquitectos de renombre procedentes de Valencia -usualmente formados en la Escuela de Arquitectura de Barcelona- con los decoradores y artesanos locales proporciona a la vieja trama circular del medievo una nueva epidermis. Pero es modernismo y no, naturalmente, modernisme: Nada que se asemeje a la fascinante teología ondulada de Gaudí ni, en consonancia, a los himnos de Maragall, ni siquiera a los retratos -teatrales o pictóricos, irónicos o bien amables- de Santiago Rusiñol. El modernisme es una unidad de destino (estético) en lo europeo. El modernismo una cosmética, un eco por lo demás esplendoroso, una jauría de azulejos, rejas, balcones y policromías. Ahora se trata de recuperar esas huellas en gran parte milagrosamente conservadas e insuflarles nueva vida. Está puesta la primera piedra, pero todo depende, aún, de la voluntad política. O sea que crucemos los dedos. En todo caso, no hay que olvidar que recuperar el centro no es sólo rehabilitarlo. Es, sobre todo, rehabitarlo. Crear un entramado comercial, de acuerdo, pero también convencer a los jóvenes que van a adquirir su primera vivienda de que vale la pena optar por el estrecho, maltrecho y añejo callejero. No perdamos de vista que los ciudadanos leen su barrio como primera manifestación de su espacio existencial (R. Courtoisie). Y lo que han leído hasta ahora en sus ciudades viejas es bastante desalentador. Cambiemos de gramática urbana, por favor.

Joan Garí es escritor.

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