El animoso y pequeño rey
Los tópicos son todavía más tenaces cuando tienen todo un arma mediática para respaldarlos. Así hemos oído y leído en estos días de luto jordano que el rey Hussein había sido el hombre de la paz en Oriente Próximo, el gran conciliador, el moderado por excelencia en un mundo, se deduce de ello, plagado de locos homicidas -siempre árabes, por supuesto-. La moderación del monarca hachemí consiste esencialmente, sin embargo, en que, a efectos de la estrategia occidental, es decir, norteamericana, su actitud ha sido fundamentalmente favorable a Washington; de ahí que recibiera la mejor condecoración que otorgan los poderes hegemónicos: la de la ponderación en el gobierno de las cosas.
Nos hallamos, por tanto, ante lo que Edward W. Said consideraría un caso de orientalismo activo; aquel en el que el juicio determinante lo establece la única parte autorizada a poner nombre a la realidad: el poder mediático de Occidente.
Hay, sin embargo, otras perspectivas que nos permiten acercarnos al rey jordano y su obra.
El objetivo, casi se diría único de Hussein, bisnieto de otro Hussein, Guardián de los Santos Lugares del islam en La Meca, y nieto de Abdulah, primer soberano de Transjordania, ha sido durante el último medio siglo mantener a la dinastía en el trono. Para ello, ha hecho falta aliarse con éste y con aquél, cambiar de coalición cuando la situación lo aconsejara, ser moderado o radical, según conviniera, autócrata benigno o despiadado espadón de la ultima ratio regum.
Cuando en el periodo 1919-20, tras la derrota del imperio otomano en la Gran Guerra, Londres y París se reparten el Asia árabe, en la mente de nadie existe la posibilidad de crear nada que se parezca a Jordania, extensión indefinida de desierto entre Siria al norte, la Palestina que está colonizando el sionismo al Oeste, Mesopotamia o Irak al Este y Arabia y Egipto por el Sur. La obstinación y la mala fortuna de Abdulah, junto a la visión estratégica de Churchill, a la sazón secretario de Colonias, coinciden, sin embargo, en apuntar que algo llamado Transjordania puede ser, con todo, de alguna utilidad.
El territorio puede servir para frenar por el Norte la expansión de la Siria francesa; por el Este y a través de Irak, también dominado por Londres, establecer un corredor hasta los pozos petrolíferos de Mosul y más allá, de Persia; por el Oeste acotar el problema de la creciente hostilidad entre judíos y palestinos a poco más de 20.000 kilómetros cuadrados de llanura y valle costeros, y por el Sur crear un Estado tampón entre Egipto y Palestina, así como imponer una frontera a la Arabia wahabí y su capacidad de contagio integrista. La obstinación de Abdulah consiste en que a toda costa él quiere también un reino, ya que su hermano Faisal ha recibido el trono de Bagdad después de ser expulsado de Damasco por la potencia colonial francesa, y su mala suerte, la de que se ha de conformar con un patio trasero en el desierto, porque ni judíos ni británicos le quieren como rey de Palestina.
Así se forma en 1921 el emirato de Transjordania sobre una población de apenas 300.000 habitantes, la mayoría de ellos beduinos nómadas. En esas condiciones, la monarquía hachemí, aparte de tratar de inventarse a sí misma, ha de justificarse siendo útil a alguien, que no puede ser ninguno de los Estados árabes limítrofes porque éstos son los perjudicados por la creación de Transjordania y a lo que aspiran, precisamente, es a su extinción. Sólo queda, por tanto, mirar hacia Occidente y sus intereses en la zona.
El emir opta entonces por la colaboración con la colectividad judía de Palestina para convertirla de amenaza latente en protectora práctica, aunque procurando difuminar esa proximidad para no echarse encima innecesariamente al resto del mundo árabe oriental, que comienza a alertarse en los años treinta de los propósitos expansionistas de la colonización hebrea.
La geopolítica une a los dos países, nominalmente enfrentados, porque ambos coinciden en la elección del enemigo: el pueblo palestino. Israel, porque éste le disputa toda o parte de su tierra; Jordania, porque, tras las expulsiones de 1948-49 y de 1967, a causa de la contienda también conocida como de los seis días, ha de resignarse a que al menos dos tercios de su población esté compuesta de palestinos, cuya lealtad a la dinastía sólo puede tomarse a beneficio de inventario.
En 1967 el monarca ha cambiado, aparentemente, de campo al combatir junto a Siria y Egipto contra Israel. Ello se debe a que Hussein ha considerado que no podía faltar a esa cita de sangre para salvar la corona de manera no tan distinta a como la monarquía de la Restauración española entendió que tenía que pelear en Cuba y Filipinas, aunque fuera llevando a sus soldados al matadero para garantizar la continuidad de una dinastía que combatía a separatistas e invasores.
En la posguerra del 67 se crea una situación en la que la guerrilla palestina, encuadrada en la OLP y reconstruida por Yasir Arafat en 1969, llega incluso a apoderarse de Jordania. Unos 20.000 milicianos se han ido instalando en el país con su burocracia, policía, tribunales etc., hasta convertirse, como se ha dicho, en un Estado dentro del Estado; su altanería no conoce limítes, su provocación llega hasta declarar públicamente el próximo derrocamiento de la monarquía, y Hussein considera llegado el momento de resolver el problema palestino. Para ello pide el apoyo diplomático norteamericano y la cobertura del Ejército sionista, por si algo falla, y el 15 de septiembre de 1970, una fuerza de beduinos, cuya única ideología conocida es el Corán y a la que se le dice que por su propio bien hay que acabar con los palestinos y con su herejía de un islam posmoderno, liquida a una OLP mal armada y peor adiestrada.
La derrota de la organización de Arafat es, sin embargo, únicamente militar, y a mediados de los ochenta, cuando la fuerza palestina había adoptado ya un camino básicamente político para defender su reivindicación de Estado, Hussein renuncia a sus derechos sobre Cisjordania en favor de la OLP, disfrazando de generosidad lo que equivale a retar al pueblo palestino a que se las componga como pueda.
Cuando Sadam Husein invade Kuwait y Occidente desencadena la Operación Tormenta del Desierto en 1991 para liberar el emirato y poner a Irak de rodillas, el rey jordano se alinea con Bagdad ante la consternación del mundo occidental. ¿Cómo nuestro pequeño rey, tan moderado y conciliador, puede hacernos cosa semejante? Hay buenos motivos para creer, sin embargo, que si Amán no se alineaba entonces con el régimen iraquí habría podido también caer la dinastía, porque hasta el último palestino de Jordania apoyaba al único líder árabe que combatía, bien que a su pesar, a Israel y Occidente.
Pero con la muerte de Hussein la geopolítica baraja y reparte cartas de nuevo, y en ningún lugar está escrito que Abdalá deba tener la misma suerte ni moverse con la misma audacia calculada de su padre; por ello, si es verdad que parece probable que Washington siga apoyando al sucesor de Hussein, no lo es menos que en Israel existe hoy un partido, como señalaba Robert Fisk el domingo en estas páginas, que ve en Jordania la forma de resolver su contencioso con el pueblo palestino. El este del Jordán, para los hombres de Arafat, y el Oeste, para el Estado sionista.
Todo esto significa que si Estados como España o Italia, por ejemplo, están en el mapa con una evidente legitimidad histórica cualquiera que sean sus problemas de autodeterminaciones varias, Jordania, en cambio, ha de ganarse la existencia día a día, desde que amanece hasta que se pone el sol. Eso es lo que supo hacer como nadie el rey Hussein, pero no exactamente con despliegues de moderación ni de capacidad conciliadora. Hoy no existe ya la Unión Soviética; Egipto se retiró con Sadat de la guerra contra Israel, y los palestinos, pese a todo, han suscrito un cierto acuerdo de paz con Israel; todo lo que viene a disminuir el valor de cambio de la monarquía jordana. Por ello, Abdalá tendrá que ser un nuevo plucky little king (rey pequeño y animoso), como se le conocía en el Departamento de Estado norteamericano a Hussein, para sacar a su país de la nada hacia adelante.
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