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Otra vez España

Al volver la vista atrás, menester casi inevitable en tiempos de aniversarios (el 98, Lorca, la Constitución veinteañera, etcétera), resulta posible comprobar excesos y defectos en pasadas apreciaciones. Algo así es lo que, en mi opinión, ocurrió con el añejo tema de España. Quiero decir con el abundante cruce de opiniones que la preocupación sobre España o que la misma España, en su pasado y en su presente, había estado originando a lo largo de los siglosXIX y XX. No tema el lector que le abrume con carga de erudición. Lo que me interesa es llegar al hoy. No obstante, sirva como recordatorio que se trató de un tema cuya nacimiento puramente intelectual y especulativo arranca de la aparición de un artículo de Masson de Morvilliers sobre nuestro país en la famosa Encyclopédie méthodique poniendo de manifiesto la escasa o nula aportación española a la ciencia europea. A partir de ahí comienza una larga polémica (Manuel de la Revilla, Antonio José Cavanilles, Carlo Denina, etcétera) en la que ocupan especial lugar los arrebatos patrióticos del juvenil Menéndez Pelayo.

La polémica atraviesa todo nuestro siglo XIX. En realidad, tras cada uno de los grandes problemas de nuestro constitucionalismo histórico (monarquía o república, centralización frente a autonomía, confesionalidad católica frente a Estado no confesional, sufragio universal o restringido, etcétera), lo que van tomando cuerpo son dos visiones de España. Lo grave es que el tema deja, poco a poco, de ser un tema de discusión intelectual y que, llegado el siglo XX, lo de "tomar cuerpo" no es mera metáfora. Burguesía débil frente a un obrerismo cuya virulencia no se corresponde con la escasa industrialización del país y, para que nada faltara, particularismo regionalista paradigmáticamente descrito por Ortega en su España invertebrada. Quizá el libro que, junto al Quijote, debiera ser de obligada lectura para cualquier español medianamente culto. Y una de las dos Españas estaba llamada a helar el corazón del españolito que venía al mundo. Dejando al margen lo intelectual (y con ello la polémica entre Castro y Albornoz, entre muchas otras cosas), lo cierto es que, desde hoy, es posible acertar en la afirmación de que en 1936 lo que chocan son dos Españas.

Pues bien, con la transición se nos habló de la reconciliación de ambas Españas. La vencida y la vencedora. La que se quedó y la que tuvo que huir con el sentimiento de la palabra. Estuvo la fortuna de un Rey que proclamó querer serlo de todos los españoles. Y por medio anduvieron no pocos sacrificios de unos y otros para lograr un consenso que permitiera el ámbito de paz y democracia posibles. En la orilla quedaron revanchistas y partidarios de revoluciones "ajustadores de cuentas". Por fin, una Patria común e indivisible plasmada en el texto que ha cumplido veinte años. Y en democracia.

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Sin embargo, no podemos mirar de soslayo la realidad, o no querer mirarla. Hemos vuelto a las andadas. Hay que recordar a Ortega: "El español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primario, plenario y perentorio". Veinte años después de aquella ilusión no podemos impedir que España, en gran parte, siga siendo un dolor enorme, profundo, difuso. De nuevo, España como problema, aunque ahora lejos de las causas que originaran el dilema.

En efecto, lo europeo, en bendita hora, nos ha asumido. Y pienso que no ya como "europeización superficial y de cáscara", tal como predicara ese gran y valiente disidente de todo que fue Unamuno, para quien, como recuerda Marichal, su gran disidencia es la misma España. No. Ahora estamos ante un país modernizado, industrializado, con poco dogmatismo en su sociedad y con nulas ganas de repetir atrocidades del pasado. Por eso, precisamente por eso, se pudo transitar y tan fácilmente se diluyó el débil tejido ideológico del inmediato pasado, aunque queden muchos flecos de su mentalidad.

España es otra. Pero ¿cuál? ¿La de los fueros que barriera nuestro liberalismo, la de los reinos desaparecidos como desaparecieron en toda la Europa moderna, la del Cid, la de los Comuneros, la que descubrió un nuevo continente, la que se encontró o tropezó con él? ¿Cuál de ellas? ¿La unitaria, la regionalista, la casi federal, la simétrica o la asimétrica? La del intento del Estado autonómico o la que ya reniega de éste. No pocas preguntas. Pero es que no conozco otro país civilizado en el mundo que cada mañana, al levantarse, se coloque ante el espejo y se haga estas dos "leves" preguntas: ¿qué clase de Estado o de país soy? ¿Y cuál ha sido mi historia? Ahí es nada. Personalmente no conozco ningún francés que reniegue actualmente de lo que fue y supuso Napoleón. Como tampoco a ningún inglés que lo haga de lo que fuera su imperio. Y mira que, en ambos casos, puede haber zonas oscuras por medio. Entre nosotros, sin embargo, recitar el poema del Mío Cid o aludir a lo que supuso el matrimonio (¿o se trató de mera pareja de hecho?) entre Isabel y Fernando está suponiendo ya la inmediata adjudicación de la etiqueta de "facha". La ignorancia es muy atrevida. Y la ignorancia nacionalista, además, terriblemente perversa y osada.

Sí. Otra vez España. Ahora ya no por comparación con Europa. Ni por querellas dogmáticas. No queda más Inquisición que la que resulta fruto del juego político y nada riguroso con la historia. Ahora, el problema reside en la aceptación o en la negación de una pertenencia a España. Sin matices de clase y con muy poco bagaje científico. Se quiere o no se quiere ser España. Así de claro hay que decirlo, sin mermar el problema diluyéndolo en eso de las muchas formas de concebirla y sentirla, que puede tener algo de verdad. Pero la realidad es mucho más cruel. Y, sobre todo, más visceral. Eso, justamente eso, es lo que está tras los mil artilugios que andamos padeciendo. Tras autodeterminación, plurinacionalidad, cosoberanía, asimetrismo federal y tantas y tantas monsergas más. Y eso, justamente eso, es lo que hay cuando en el País Vasco se utiliza español como insulto o cuando se afirma, por quien sea, que Cataluña no es España. No nos engañemos. No nos empeñemos en despreciar la fuerza de las palabras e intentar silenciarlas con dar más competencias estatales. Nunca será suficiente. Es otra cosa lo que se quiere. Lo han dicho en pactos, "primeros pasos" y discursos de bochorno.

Lo que España sufre ahora es el paulatino debilitamiento de lo que ya señalara José Antonio Maravall como propio de la construcción de la idea de nuestro Estado-nación. Me refiero a la conciencia "de lo común". Está en la base de cualquier convivencia que tienda a entrelazar cosas: sentimientos, pasados, gestas y fracasos, proezas y derrotas, actitudes ante la vida, formas de enfrentarse a la circunstancia. Esto nos llevaría muy lejos. Pero déjeme el lector que termine aludiendo a lo contrario, que es precisamente nuestro actual calvario.

Lo contrario es la exaltación, a veces ridícula y siempre circunstancial, de lo opuesto a lo común. Es decir, del "hecho diferencial", que puede ser cualquier cosa. Esto por una parte. Y por otra, una premisa válida para cualquier actitud del necesario diálogo: hay que tener plena conciencia de que uno de los presupuestos para cualquier diálogo es no empezar pidiendo lo que no se puede dar. Pedir lo que es imposible dar es ya, sencillamente, apelar al fracaso. Y habremos fracasado una vez más.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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