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La pernada nacional

Entramos en la fase preelectoral del Parlamento Europeo y volvemos a oír el escabroso ruido de las listas -en las que no van a figurar los más eficaces y competentes, pues la lógica selectiva está guiada por la doble consideración de "a quién nos quitamos de en medio y qué servicios recompensamos con la beca estrasburguesa"- y la insoportable letanía de la eurocracia. Insoportable porque sirve de coartada al egoísmo de los Estados y a la omnipotencia de los partidos nacionales. ¿Cuántas veces hemos escuchado a los líderes políticos nacionales increpar estas últimas semanas a Bruselas por haber elegido al actual presidente de la Comisión? Cuando son ellos y sus Gobiernos los únicos responsables de una elección que respondía estrictamente a sus designios nacionales. Quienes mandan en la Unión Europea, quienes determinan las grandes opciones y el quehacer del día a día son los Estados miembros y más precisamente sus partidos. Las decisiones están en manos del Consejo Europeo -jefes de Estado y de Gobierno-, del Consejo de Ministros y del Parlamento Europeo, quienes a su vez están en manos de los partidos nacionales. Nadie lo discutirá para los dos primeros, pero tampoco puede discutirse para el Parlamento Europeo, donde no sólo la composición de las listas y el apoyo electoral, sino el comportamiento de los europarlamentarios, depende exclusivamente de los partidos nacionales. Lo ocurrido con la reciente moción de censura ha sido la última ilustración de su obediencia nacional y de la inexistencia de los partidos europeos. Y así el Partido Popular Europeo, al igual que el partido de los socialistas europeos, se ha dividido entre partidos nacionales que ordenaban votar a favor de la censura y partidos que mandaban votar en contra. Pero queda la Comisión, a la que se tacha de "gigantesca maquinaria burocrática", que es la encargada de ejecutar las decisiones. ¿Gigantesca una estructura administrativa que para 15 Estados es de apenas 5.000 funcionarios con categoría de administradores? ¿Y quién nombra la cúpula de esa estructura? Hasta el Tratado de Amsterdam tanto el presidente como los comisarios eran designados por los Estados miembros; a partir de Amsterdam son los Gobiernos con el presidente, previamente elegido por el Consejo de Ministros, quienes conjuntamente con el Parlamento designan a los comisarios. O sea, más de lo mismo. A lo que hay que agregar que el nombramiento de los directores generales ha de convenirse con los Gobiernos y que los comités, que son los que eligen a los ejecutores de los programas de la Comisión, están compuestos por funcionarios nacionales propuestos, en unos casos, y escogidos, en otros, por los Estados miembros.

Si de la ejecución pasamos al control, la Comisión, con excepción de la UCLAF (la Unidad Antifraude), depende totalmente de las administraciones nacionales. Aparte de su función propositiva, la Comisión tiene sólo poder efectivo en la trasposición a los diversos ámbitos nacionales del marco normativo comunitario y en el cumplimiento de su contenido -contenido y marco fijados obviamente por los Gobiernos nacionales-. Los lobbystas lo saben muy bien y por eso tratan a la Comisión como a una instancia de acompañamiento.

Para romper esa circularidad nacional necesitamos disponer de un espacio público y de una opinión pública comunes a todos los países de Europa en que el debate y la decisión sean realmente europeos. Para ello, con ocasión de la próxima campaña, pidamos el establecimiento de distritos electorales europeos, de listas multinacionales, de la elección indicativa del presidente de la Comisión Europea, de mecanismos para la interacción constante Parlamento Europeo-Parlamentos nacionales, de una segunda cámara y, sobre todo, de una verdadera constitución europea; podrían ser decisivos. Una candidatura simbólica transpartido de grandes líderes -Kohl, Delors, Prodi, Felipe González, etcétera- podría ser expresión de una nueva voluntad política europea. ¿Qué impide promoverla?

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