El poder de la inocencia
Querido Mario Vargas Llosa: Ha sido para mí un placer inesperado saber que ha leído mi libro A healing family . Este libro no es realmente una obra literaria, sino más bien un testimonio de la simbiosis con mi hijo deficiente mental. En él menciono al doctor Satoshi Ueda e introduzco su teoría de la rehabilitación en medicina. Hace más de diez años, el doctor Ueda me decía, en una de sus cartas personales, que había leído todas las obras suyas traducidas al inglés. Ello me hace sentir orgulloso del experto criterio que demuestran los intelectuales de mi país para saber lo que merece la pena de la literatura mundial.
El doctor Ueda describe las diferentes fases de la evolución psicológica de quienes se quedan inválidos tras las lesiones sufridas en accidente: el estado de apatía y abandono que se produce durante la fase de shock inmediata a resultar herido; la fase de rechazo, un mecanismo psicológico de defensa en el que tratan de tapar la enfermedad o la discapacidad; la fase de confusión, en la que se deprimen y se angustian tras verse obligados a admitir que no pueden esperar una recuperación total. Sin embargo, cuando se hacen responsables y dejan de ser dependientes, los discapacitados procuran transformar su escala de valores. Esto marca la transición entre la fase del esfuerzo, en la que se buscan soluciones, y la fase de aceptación, cuando finalmente aceptan su discapacidad como una parte más de su identidad, toman un papel en la familia y en la sociedad y se comprometen activamente.
Este modelo de análisis del doctor Ueda me influyó profundamente. Volví a darme cuenta de que, con el nacimiento del niño deficiente, todos, no sólo los jóvenes padres que éramos mi mujer y yo, sino también su hermana y su hermano, dos criaturas de corta edad, tuvimos que pasar por el proceso descrito.
Y me pregunto si ese proceso no sería también útil como modelo de construcción de la novela. A veces lo utilizo para pensar en el siglo XX, que ha sido el siglo de la modernización del Estado y de la sociedad del Japón en el que vivo hoy. Soy consciente de que algunos podrían criticarme diciendo que ése es un modo de pensar de novelista. Pero "el ejercicio del arte" (utilizo esta frase en el mismo sentido que la utilizaba la soberbia escritora Flannery O"Connor, que fue discípula espiritual de Jacques Maritain) será siempre mi modo de pensar, aquél con el que espero concluir mi vida.
Era inevitable que un proceso de modernización tan violento y espectacular causara en Japón y en los japoneses una serie de profundas heridas. En la primera mitad del presente siglo fue Japón el que infligió heridas a otros países y pueblos de Asia. Como primeras víctimas del poder destructor de las armas nucleares, Japón y los japoneses recibieron, a su vez, unas heridas morales que serían heredadas en el futuro.
En la segunda mitad del siglo, el precipitado crecimiento económico de Japón causó, cual violento accidente, heridas tanto dentro como fuera del país. Durante algún tiempo, Japón fue el único blanco de todas las críticas del exterior. Hoy, Japón sufre sus heridas -unas heridas que no se han cerrado y siguen sangrando- en la propia vida de su pueblo. Espero que me entienda si le digo que, viviendo en este país y en esta sociedad, un país y una sociedad que describo en mis novelas, utilizo por norma en mi escritura el modelo de la teoría de la rehabilitación.
En este momento, mientras escribo esta carta, mi hijo Hikari está tumbado boca abajo a mis pies, apuntando en un cuaderno unas notas musicales, demasiado alargadas y torcidas. Apenas habla, pero casi siempre está conmigo, traduciendo sus experiencias vitales en innumerables piececitas de música. Su figura me recuerda a aquel encantador "León de Natuba" de La guerra del fin del mundo.
Su protagonista es el líder de la revuelta popular y representa los problemas del alma. El "León" no es competente físicamente, pero registra con un lenguaje único su forma de luchar contra las dificultades al lado del protagonista. No pretendo compararnos a mí y a mi hijo con su protagonista y el león.
No obstante, querría reforzar con el "León de Natuba" la esperanza en los inocentes y en el tercer milenio que encuentra usted en mi obra; afianzar al inocente de la fase de la aceptación generada por las dolorosas experiencias del milenio anterior.
Por el hecho de vivir con mi hijo inválido mental, he podido reconocer el poder de la inocencia. Este reconocimiento se profundizó cuando supe que el término latino innocentia, del que se deriva el español "inocencia", incluyendo la "inocencia" del lenguaje con el que están escritas sus novelas, era en latín opuesto a nocere, "herir".
¿Qué opción opuesta a esa inocencia inocua podrían tomar Japón y los japoneses? ¿Qué opción supondría verdaderamente un retrógrado paso atrás en la evolución de Japón desde la actitud de la fase de aceptación alcanzada tras todas las dolorosas experiencias sufridas? La abominable decisión de tener armamento nuclear. ¿Cuáles son las opiniones al respecto expresadas tanto dentro como fuera del país? A principios de este año, un distinguido profesor de la Universidad de Harvard proponía, en un artículo publicado en un periódico japonés, tres condiciones hipotéticas para que Japón pudiera poseer armar nucleares.
1. La cancelación de sus acuerdos militares con Estados Unidos. 2. Una amenaza seria por parte de China. 3. Un cambio profundo de la opinión pública japonesa. Para ser justo con el profesor, esta cita ha de incluir también su conclusión: mientras continúe la dominante presencia estadounidense en el este de Asia, Japón no tendrá un arsenal nuclear propio.
Yo formo parte de esa opinión pública que ha de expresarse con respecto a Japón y los japoneses en el próximo siglo. Y yo, por lo menos, creo que, en nombre de una paz perdurable e independiente, Japón debería tomar el camino de la abolición de todo tratado con cualquier país que ofrezca bases militares y prometa la colaboración en acciones militares.
¿Qué sucedería si Japón tuviera su propio arsenal nuclear conforme a la primera de esas tres condiciones hipotéticas? Mi condición de novelista me obliga a imaginármelo. La posible tensión que se generaría entre China y Japón llevaría a los japoneses a la histeria colectiva. Y daría lugar a una expansión colosal de poder nuclear de Japón. En ese proceso, es imposible adivinar cuál sería el primero de los dos en atacar al otro. Pero si se declarara una guerra nuclear entre China y Japón, no sería el inmenso continente, sino el pequeño archipiélago, el que quedaría enteramente extinguido como nación por las armas nucleares.
Es, por consiguiente, en primer lugar, un imperativo categórico que Japón no tenga nunca un arsenal nuclear. Por el contrario, Japón deberá crear por voluntad propia unas condiciones de paz duraderas en sus relaciones con Asia y con el resto del mundo. Éstos son mis dos deseos para la primera década del siglo que viene, en la que es probable que esté todavía vivo: unos deseos pensados en medio de una sensación de total impotencia.
Es posible que piense que, al igual que en mi primera carta , insisto en hablar de un tema demasiado difícil para un escritor. Sólo espero que comprenda que mis deseos se derivan de mi seguridad en la virtud de la no violencia o de la inocencia inherente a la naturaleza humana, que confío que perviva en el próximo milenio.
Hace dos años fui a Alemania para participar en una serie de conferencias y mesas redondas. Después de mis conferencias en Francfort y en Múnich charlé con el joven público en una variedad de lenguas. En uno de esos coloquios, una joven alemana me dijo que había algo en común entre lo que yo decía y lo que usted había dicho en una conferencia pronunciada con ocasión de un inmenso congreso sobre la Alemania de posguerra que se había celebrado algún tiempo antes. Y añadió que tanto su conferencia como la mía le habían recordado lo que había dicho en otra Günter Grass, un escritor al que ella admiraba profundamente.
"¿Y qué es?", le pregunté. Me contestó con una cita de Thomas Mann. Por pura casualidad -o también podría decir que no era una casualidad- recordaba la cita. Era de una conferencia que había dado en la Universidad de Princeton, donde los dos hemos sido profesores: "Es la idea del ser humano, la noción de una humanidad futura, lo que ha superado y sobrevivido al conocimiento más profundo de la enfermedad y la muerte". Me gustaría que los jóvenes escritores japoneses, los escritores de la misma edad que la joven alemana, redescubrieran el legado de la literatura seria en lugar de esa literatura que usted califica de light.
También desearía que llegara el día en el que los jóvenes escritores japoneses imaginaran a su manera, aunque fuera en una lengua de circulación reducida, la humanidad del futuro y transmitieran activamente sus ideas al resto de Asia, al este y al oeste de Europa y al norte y al sur de América.
Parece que esta carta expresa unilateralmente mis opiniones. Me interesa mucho saber cómo concibe usted el siglo que viene y a qué trabajos se entrega en la actualidad. Junto con el doctor arriba mencionado y sus jóvenes lectores en este país, espero de verdad que en su respuesta nos hable abiertamente sobre todo ello.
Con mis mejores deseos. Atentamente, Kenzaburo Oé.
© Kenzaburo Oé, 1999. © The Asahi / EL PAÍS, SA, 1999.
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