De cómo pararle los pies a una locomotora E. CERDÁN TATO
El rey David además de cantar mañanitas y escribir salmos, le ha metido un viaje de cuidado al gigante Zaplana: con la Consejería de Agricultura ni se te ocurra, forastero, le ha susurrado; instantes después, le atinaba un cantazo en lo alto de la crisma a esa solapada conversión al centro de la melancolía de Mari Ángeles Ramón-Llin. Probablemente, en el sonrojo de la derrota, el socio florido del tenderete haya recordado que el poder se sofríe, por cautela, en el imaginario ardiente del libro de Samuel y del evangelista Lucas; pero los políticos es que se ponen como gatas en celo con eso de las mayorías absolutas; y se plantan en la arena sin escapulario ni divagación ideológica. Y así salen tan estofados. Ahora, el socio florido del tenderete que está de montería gloriosa, no quiere desperdiciar su escasa munición sarcástica y puede que a Terra Mítica la llame Región Mítica, para colocar a su socio minoritario donde le corresponde: en el bestiario de los seres y de los reinos devorados por la polilla. Pero, en su arrogancia oceánica, ha subestimado a un David que tiene su tirón, su estrategia clientelar y su encéfalo especulativo; además es todo un héroe en los enfrentamientos con el material ferroviario. El joven Héctor Villalba, como el justiciero Zaplana y la otra media cabaña de la política aerostática, lleva, en algún pliegue bien oculto de su carne, el vademécum tatuado del tránsfuga. Un día, montaba fiestas, bodas, bautizos y olimpiadas escolares, a la sombra de la concejalía aún en flor de la UCD, cuando una criatura de identidad primordial y con las arterias perfumadas de citrato de calcio, le dijo: deja el espectáculo y sígueme. Héctor Villalba lo siguió y aquella criatura le mostró todo el esplendor del Reino de Valencia: cuanto ves será tuyo, si renuncias a Suárez y sus pompas. Y el maestro de Almussafes abominó de sus veleidades y errores: el 18 de noviembre de 1982, se transfiguró, en medio de una multitud, en escudero del regionalismo militante. Otros cuatro años de docencia y sumisión al padrinazgo de González Lizondo, y un fulgurante ascenso a las Cortes Valencianas. Tres años más tarde, Héctor Villalba dejó para la posteridad el elogio del escaño, en una hazaña propia de caballero y diputado: detuvo un tren, con la sola fuerza de su acreditada condición, para que su esposa, que se había descuidado apenas unos minutos, no fuera discriminada por una maquinaria de relojería, y ejerciera el derecho fundamental a ocupar su asiento en el carricoche. Episodios así, son los que abrillantan la confianza depositada en los parlamentarios, y los exponen a la curiosidad de los votantes, en sus comportamientos y ocurrencias más domésticas y espontáneas. Héctor Villalba Chirivella llegó a este mundo por Almussafes, el 25 de noviembre de 1954, estudió Magisterio y se dedicó a la enseñanza, hasta que emprendió una vertiginosa carrera política: en la XXI Asamblea Nacional de Unión Valenciana, en octubre del 95, desalojó, por una mayoría aplastante, a Vicente González Lizondo de la cúpula de media naranja del partido regionalista, y apostó por una buena pasada de lejía y estropajo. Todo aquello atufaba a ropavejería, a ranciedad de orinal, a caciquismo y a descomposición orgánica. El nuevo presidente ofreció una iconografía menos destemplada y montaraz, sin ademanes crispados ni gestos ordinarios, y un estilo algo más tolerante y sosegado: no incitó al asalto de la Bastilla, pero terminó agenciándose los dominios de las Cortes. La muerte de González Lizondo que llegó a convertirse en su más feroz adversario, lo llevó a la presidencia, con los votos de los populares y de los cuatro diputados de su partido. Es, después del socialista Antonio García Miralles y de su antiguo jefe de filas, el tercer valenciano que ocupa el segundo cargo público más escultural de la Generalitat. Héctor Villalba arrastra aún mucha quincalla y lleva en sus intestinos el voraz parásito de la charca lingüística. Pero se abandera de ecuanimidad y cuenta con el respeto de sus señorías y de la nómina de las Cortes. Además, entiende de manualidades y a Eduardo Zaplana, le echó el pulso y se lo llevó. Y sabe que la mayoría absoluta es aún el vicio solitario del PP; pero también el presagio de la hecatombe del regionalismo. Esa es la revelación que espera.
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