La Europa de las regiones
El genial matemático Georg Cantor formuló lo que llamaba "ley de conservación de la ignorancia", según la cual una conclusión falsa, una vez que se ha llegado a ella y ha sido generalmente aceptada, es muy difícil de desalojar. Y, por otra parte, también es bien sabido que cuando una idea falsa se instala en un cuerpo social sus consecuencias políticas suelen ser reales. Por lo que, sin ser pesimistas, convendría al menos vacunarse contra las decepciones que podrían derivarse de exorbitar el alcance de la tan traída y llevada construcción regional europea. Idea y objetivo un tanto espurio, ausente del pensamiento de los llamados padres de la Europa comunitaria en el que -hasta Edgar Faure- no aparecen referencias a esa especie de entelequia regional europea que algunos gustan de imaginar. Que una cosa era constatar e intentar evitar la tendencia histórica de los estados europeos a enfrascarse en guerras atroces y otra ese imaginario perseguido por quienes, al parecer, consideran que cinco siglos de grandes Estados-naciones pueden borrarse a golpe de directiva y reglamento comunitario. Porque a la alegación de que ni Alemania ni Italia poseen esa larga tradición de formación estatal habrá que responder señalando que los últimos llegados a esta categoría practican el unitarismo nacional con la fe de los conversos, puesto que en Italia -con escasas excepciones- las regiones no son percibidas por el ciudadano más allá de como referencias geográficas y ámbitos administrativos y en la Alemania de los landers nadie cuestiona que por encima de todo, y sobre todos, está Alemania. La ahora nuevamente ya gran Alemania que nunca va a volver a los principados de opereta y que debe contemplar, con satisfacción mal reprimida, a quienes facilitan aún más su hegemonía tendiendo con fruición suicida a centrifugarse. Que no es lo mismo acabar con la uniformidad centralista, estableciendo diversas formas de autogobierno, que balcanizarse en un espacio europeo donde ni Francia, ni el Reino Unido ni, mucho menos, la federal Alemania van a perder jamás su identidad de Estados-naciones ni sus propias razones, intereses y objetivos como tales. Ningún político en España, posiblemente en toda Europa, ha hecho más esfuerzos para racionalizar y, desde una perspectiva catalana, utilizar ese imaginario regional europeo que Jordi Pujol. Aunque Pujol tiene una gran ventaja y es la de hablar mucho pero publicándolo después. Me remito pues al conjunto de conferencias y discursos reunidos en el volumen Pensar Europa, editado por la Generalitat de Catalunya en 1993. Merece la pena hojear las prédicas de Pujol al respecto sea en la Sorbona, en Estrasburgo, en Davos, Bruselas o Aquisgrán. Encontrarán un pujolismo diferente del de consumo interno. Verán a un político que proclama no "participar de la idea del rechazo del Estado". Que postula humilde y sensatamente una voz propia en Europa para las regiones mediante la transformación interna de los propios estados actuales, cuya unidad e integridad territoriales hay que "mantener y respetar". Que -genio y figura- desmarca a la Cataluña carolingia (por tanto europeísta desde hace doce siglos) del resto de España, herederos del legitimismo visigótico carpetovetónico y aislacionista. Y que, lupinamente, se viste frente a su europeo auditorio con la piel de Coleridge: "La belleza es la unidad en la diversidad". Acabásemos.
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