A las once
Hace meses, cuando empezó esta serie de Resines y García Obregón, muchos telespectadores presentimos que nos iba a caer encima un plato de varios refritos: con la cocina chapada de todos los telefilmes, el salón de todas las Rosanas y las bromas mal redactadas e impostadas de la programación total. Yo fui uno de los que, sufriendo las afectaciones iniciales de Maura, las altas gesticulaciones de Resines o el personaje en desequilibrio de la Obregón, previne contra el producto que llegaba a las diez y bajo la añagaza de otra hora más tarde. Ahora, sin embargo, me he transformado en un entusiasta. En mi impresión, los guionistas, que se llaman sólo Gómez o Fernández (además de Planell), han logrado un ajuste de piezas que ahora funciona con la suavidad y la puntería de un organismo. En cuanto a las interpretaciones, yo, que fui turiferario de Ana Obregón en la serie de Berlanga sobre Blasco Ibáñez, ahora vuelvo a ser un feligrés de lunes. Pero, además, en el linaje de actores supersimpáticos, desde Isbert a López Vázquez o Sacristán, Resines es hoy el fenómeno predilecto. Basta que salga Resines en cualquier lugar y a cualquier hora para que mejore el humor de la población. Los personajes de Olga, Julia, Lucía y otras mujeres que entran y salen podrían afeminar el sabor, pero tampoco es así. A las once en casa es para múltiples sexos gracias a las hábiles riendas con las que un señor y una señora -Pavón y Lesmes- dirigen la producción.
Me dicen que pronto, para sumar atractivos, aparecerá Jorge Sanz como invitado y que Ana García Obregón quiere marcharse, sea por cuidar mejor su casa, por agradar a Suker o por cobrar más. Nos afectará un percance y otro, no cabe duda, pero es seguro que mientras los Gómez y los Fernández sigan tirando continuaremos enganchados al primer neo-Seinfield nacional.
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