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Tribuna
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El Soviet Supremo

Los señores magistrados del Tribunal Supremo han celebrado una a modo de asamblea con el fin de tratar varios asuntos de orden práctico que les afectan, entre los cuales se halla, bien que en tono a priori menor, la cuestión de la subida de sus retribuciones para el presente año. Aunque la Constitución prohíbe formalmente a jueces y magistrados la pertenencia a partidos y sindicatos, tal parece como si sus señorías formaran la sección sindical de la empresa Tribunal Supremo, SL. Lo que no parece muy puesto en razón. El recurso a prácticas asamblearias por parte de sus altísimas señorías resulta cualquier cosa menos sorprendente. Y no por cuestiones salariales precisamente. Entiéndase, la queja de jueces y magistrados acerca de sus retribuciones es vieja, y, todo hay que decirlo, generalmente fundada. Como suele suceder con nuestros cargos públicos los miembros del poder judicial están retribuidos por debajo, con frecuencia muy por debajo, de lo que sería coherente con su estatuto, funciones y responsabilidad, y los magistrados del Supremo no son la excepción, ni siquiera ahora que han sido salarialmente homologados con los magistrados de otro tribunal. El recurso al asambleísmo semisindical casa poco y mal con la conducta que es exigible a quienes administran justicia (siendo por cierto el silencio de las asociaciones profesionales punto menos que clamoroso), y sólo es entendible en términos de consecuencia última de un malestar tan difuso como persistente en tan alto tribunal. Gustaba decir un amigo letrado ya fallecido que la Constitución había cometido un error no definiendo a nuestro más alto tribunal en razón de su función principal, a imagen y semejanza de lo que ocurre en los países vecinos: Tribunal de Casación. Porque los miembros de la Corte se hallaban habituados a ser materialmente el Tribunal Supremo, y no sólo en el orden jurisdiccional, sino también en el gubernativo, y el diseño del Título VI de la Constitución no era compatible con el mantenimiento de esa situación. Paco tenía razón. La Constitución vino a cambiar de raíz esa posición de supremacía incondicionada del Supremo sobre los demás órganos jurisdiccionales, situó a un lado otro tribunal, el Constitucional, dotado de funciones más importantes y por ello poseedor de mayor relevancia, no en vano el TC es lo que el Supremo no es: un órgano constitucional, y al otro un cuerpo de nueva creación destinado a absorver no sólo las funciones gubernativas del Ministerio de Justicia, sino también las de los propios tribunales, Supremo incluido. De golpe y porrazo el Supremo se encontró con que no era Supremo ni en el orden gubernativo, pues se hallaba bajo el Consejo General del Poder Judicial en la materia, ni en el jurisdiccional, pues al ser el Constitucional el juez de los derechos fundamentales y ser éstos horizontales no hay modo humano de separar netamente justicia constitucional y justicia ordinaria, cosa agravada si cabe por un dato clave: la creación por la Constitución de los derechos fundamentales del "procedimiento debido en derecho", que conllevan directa y necesariamente la subordinación de los tribunales ordinarios al juez constitucional, y con ello del Supremo al Constitucional. De soberano el tribunal pasó a tener dos superiores: el Constitucional y el Consejo. El Supremo se encontró con que ya no era Supremo. Y el Supremo lo ha llevado mal. Lo llevó mal desde el comienzo, en principio respecto del Constitucional, con el que mantiene una guerra de tribunales que pasa por fases alternativas calientes y frías, cuya razón de fondo radica en que el Supremo soporta mal o no soporta en absoluto ser objeto de revisión, y, con ella, a veces de palmetazos. Después con el Consejo, a pesar de que ambos comparten presidente, puesto para el cual se requieren habilidades que harían palidecer de envidia a la expertísima diplomacia vaticana. La fruición con la que el tribunal echa agua al vino de las sanciones disciplinarias que el Consejo impone es digna de ejemplo. El resultado del forcejeo sordo es doble: de un lado el Tribunal Supremo que ya no lo es adolece de celos institucionales respecto de los dos órganos que tiende a contemplar poco menos que como usurpadores, y ello se refleja en su actuación; del otro el Supremo, encerrado por las disposiciones del Título VI de la Constitución, lleva camino de convertirse en el más politizado de los tribunales en la peor de las acepciones del término, en el de la politización corporativa. En este contexto es fácil entender que minusvaloraciones percibidas y malos humores acumulados acaben por cegar el entendimiento y terminen por ofrecer el espectáculo del asambleísmo curial, que no es ciertamente edificante. Con lo cual el propio Supremo se hace un flaco favor, pues el asambleísmo curial no es precisamente la mejor recomendación para dar al Supremo ni un papel gubernativo, ni alguna posición mejor en tanto que posible juez constitucional. Lo que le pasa al Supremo, en el fondo, es otra cosa, que quiere volver a ser Supremo, y no se apercibe que en un contexto como el nuestro eso ni es fácil, ni recomendable. Y que gestos como el de esta semana hacen cualquier mejora abiertamente improbable. Los dioses ciegan a quienes quieren perder.

Manuel Martínez Sospedra es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.

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