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Tribuna
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Taza y media de liderazgo

La sesión de clausura del 13º Congreso del PP volvió a escenificar el traspaso de la antorcha olímpica de manos del presidente-fundador, Manuel Fraga, al presidente-heredero, José María Aznar. El antiguo ministro de Franco se felicitó por no militar en un partido calvinista que obligue a elegir a sus afiliados entre el cielo y el infierno: retirado a la fuerza de la competición política nacional tras sus contundentes y sucesivas derrotas electorales frente a la UCD y el PSOE, Fraga es hoy un resignado inquilino del purgatorio como presidente de la Xunta. La intervención de Fraga repitió los tópicos habituales de su oratoria: la descripción del árbol genealógico de los populares (Aristóteles, Jovellanos, Balmes, Cánovas, Maura, Gil-Robles), los varios componentes de su macedonia ideológica (valores políticos liberal-conservadores, doctrina social de la Iglesia, economía social de mercado) y la visión de la Alianza Popular creada en 1976 y del Partido Popular refundado en 1989 como tramos del curso del mismo río. En ocasiones el veterano político produce la confortable sensación que transmiten los puntos de referencia inmutables en un mundo sometido a vertiginosos cambios; viajero procedente del pasado a través del túnel del tiempo, su discurso gritón, energuménico y tosco concluyó con una variante turística del tradicional ¡Santiago y cierra España!

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Sin duda, el PP ha obtenido considerables ventajas de su cambio de liderazgo. Hasta la obligada marcha de Fraga a Galicia, el PSOE extremó interesadamente los mimos y los cuidados hacia su figura: si durante la operación de acoso y derribo de Suárez los socialistas utilizaron a Fraga como ariete para romper UCD, la decisión de nombrarle en 1983 jefe de la oposición parlamentaria les garantizó durante diez años el estancamiento del voto de los populares en torno al 26%. El PSOE denuncia ahora con razón el hiperliderazgo de Aznar, cuyo alucinatorio viaje de ego le está llevando a la estratosfera. En el pecado, sin embargo, llevan los socialistas la penitencia. Durante la legislatura anterior, la doble estrategia del PSOE de confrontación con el PP fue ensalzar sin rubor el vigoroso e inmarcesible liderazgo nacional e internacional del presidente González y despreciar de forma humillante al candidato Aznar como chiquilicuatro indigno de ser tomado en serio por las cancillerías europeas. Y si el adulatorio tratamiento dado por los socialistas a la imagen de su secretario general ha producido un efecto demostración imitado por los populares en provecho de su presidente, la resistencia inicial del PSOE a homologar a Aznar como adversario digno de respeto les obliga ahora a tener que beberse taza y medio de su liderazgo.

De forma simétricamente inversa, los dirigentes y los portavoces mediáticos del PP que habían despellejado de forma salvaje e inmisericorde a Felipe González por su estilo personalista de gobierno aplauden ahora a Aznar por su cesarismo. Con independencia de que los gobernantes beneficiados por ese culto laico alienten las vaharadas de incienso que gratifican su vanidad y facilitan su labor, la responsabilidad última de esa ridícula idolatría recae sobre los políticos y los periodistas dedicados a cultivarla. En imaginario constraste con la fidelidad agarena hacia Felipe González de los votantes socialistas, la devotio ibérica hacia Aznar (Fernando Sánchez Dragó dixit) de los populares se dispone a recuperar las viejas costumbres de la raza en beneficio de su presidente: no en vano -testimonia Estrabón- los primeros pobladores de la Península se consagraban con tanta lealtad a su jefe que sacrificaban su vida para protegerle y se suicidaban si el caudillo moría en la batalla.

La mirada desencantada y lúcida dirigida por Max Weber sobre las formas de legitimación de la dominación política ayuda a explicar el papel desempeñado por el liderazgo personal en el mundo contemporáneo. Junto a la legitimidad tradicional, ejercida por los patriarcas y los príncipes patrimoniales de viejo cuño, y a la legitimidad racional basada en la legalidad, fundamento del poder de la burocracia en los Estados modernos, la legitimidad carismática concede autoridad a los jefes guerreros elegidos, a los gobernantes plebiscitarios, a los grandes demagogos y a los jefes de los partidos políticos. Aunque la cortesana aplicación de las ideas weberianas hecha en su día por Javier Conde para justificar la dictadura de Franco contribuyó a circunscribir el liderazgo carismático a sus variantes autoritarias, la institución también opera en el seno de las democracias parlamentarias. El temor a las represalias y la esperanza de recompensas son mecanismos que aseguran la obediencia política. Si los componentes del séquito de un caudillo guerrero se reparten los despojos del botín arrebatado al enemigo, los militantes de un partido que llega al poder a través de elecciones democráticas aspiran a ocupar cargos, tener áreas de influencia y disponer de expectativas de ascenso. El liderazgo carismático de Aznar no es consecuencia de las dotes intelectuales, de las virtudes morales y de los encantos físicos que los aduladores puedan atribuirle en sus arrebatos de devotio ibérica; la gracia para mandar y conseguir obediencia política no proviene de los cielos, sino que es el resultado de la ya probada capacidad de Aznar para hacerse con el dominio del PP, llevarle a la victoria electoral y controlar con mano firme la distribución de cargos, prebendas, recompensas, mercedes y ascensos entre sus militantes.

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