Raúl tocó el cornetín
El Madrid cambió su imagen y su juego tras el "gol fantasma"
El Madrid se ha vuelto ciclotímido. Entra y sale de sus periodos de depresivos sin demasiadas explicaciones. Por tradición, el Madrid ha representado la consistencia, el sentido del deber y la eficacia. Como a la tradición hay que encontrarla un arranque, todo esto comenzó con Di Stéfano, cuya huella creó un estilo que atravesó épocas y quedó impresa en varias generaciones de futbolistas. Cualquiera que fuera la época, había un sello de origen que identificaba al Madrid y actuaba como garantía en los malos tiempos. Esa condición orgullosa se ha desprendido poco a poco del equipo, que ahora resulta indescifrable. A su altísimo número de estrellas no le corresponde una actitud fiable. En el mejor de los casos, el Madrid es una suma de voluntades. En el peor, es un magma donde se cuecen el vedetismo, la pereza y la insolidaridad. O sea, todo lo contrario de lo que ha representado el Madrid por naturaleza. En las dos últimas temporadas, el Madrid es una fuente de perplejidad. Capaz de ganar la Copa de Europa y de holgazanear durante largos periodos del año; dispuesto una semana a medirse con el Atlético de Madrid en un partido intenso, e indispuesto una semana después frente al Deportivo. Son rasgos de su cambiante personalidad colectiva, de la indefinición que le aqueja en los últimos meses. Cada partido del Madrid se anticipa como un misterio. ¿Estarán motivadas sus estrellas? ¿les apetecerá el partido? ¿tendrán resueltos sus problemas? ¿se distraerán? ¿no se distraerán? Son preguntas que bailan antes de cada encuentro del Madrid, tan imprevisible que cualquier tesis sobre su estado apenas dura una semana. Sometido a periodos sucesivos de efervescencia y depresión, el Madrid no se ajusta a un comportamiento lógico. Después de su desastrosa actuación en Riazor, se extremó la desconfianza hacia el equipo. ¿Qué motivos había para pensar en una recuperación frente al Villarreal? Ninguno y todos. El Madrid podía perfectamente persistir en sus calamidades o sufrir un ataque repentino de orgullo y ponerse a jugar como le corresponde. Ocurrió más lo segundo que lo primero. Sin excesos, pero con atención en todas las líneas, el Madrid se empleó con ardor frente a un rival que pretendía aprovecharse de su presunta falta de entereza. También tuvo paciencia para conducir un partido difícil.
El Villarreal le cedió el campo, el balón y la iniciativa. En los últimos tiempos, el Madrid ha perdido unos cuantos partidos de este pelo. Pero en Villarreal no jugó de manera afectadiza. En el primer tiempo se desenvolvió bien, ayudado por la presencia capital de Hierro y por un sentido colectivo casi desconocido entre los madridistas. Con todos sus errores (distancia en las líneas, sentido bastante desorganizado de la presión y dificultad manifiesta para penetrar por los costados), el Madrid mostró su autoridad en el primer tiempo.
El segundo lo abrió con dudas. En el arranque pareció abatido, con el punto habitual de desánimo. Ni tan siquiera se avivó tras la expulsión de Téllez. La transformación se produjo por un golpe de coraje de Raúl que los demás interpretaron como un toque de cornetín. La jugada tuvo un perfil muy raulista. Todavía con el 0-0, enganchó el balón en el medio campo y se lanzó a una aventura improbable. Avanzó, regateó y sacó un remate tremendo, extraño en un futbolista que no se distingue por la potencia de sus tiros. Pero hace mucho tiempo que Raúl nos ha acostumbrado a lo desacostumbrado. Son las cosas que le hacen especial. El remate mereció convertirse en el gol de la jornada: el balón golpeó el palo junto a la escuadra, bajó con violencia, botó por detrás de la raya y giró de forma extraña hacia fuera.
La jugada tuvo la virtud de activar el ánimo de todo el equipo. También es típico del Madrid cambiar de registro inesperadamente, por la voluntad de un futbolista, por una jugada arrebatada. El Madrid entró en combustión de forma instantánea. De repente marcó distancias de forma inapelable, sin concesiones, como corresponde a la calidad de sus estrellas, que hicieron las cosas como debían. Mijatovic, por ejemplo, se tiró a la derecha y comenzó a explotar su habilidad. Por allí se abrió la lata. Uno de sus desbordes sirvió como prefacio del primer gol, un remate excepcional de Morientes, que volvió a confirmar dos aspectos: 1º, los goleadores viven de rachas pero nunca pierden su instinto; y 2º, Morientes se afina como futbolista en la medida en la que se adentra en el área. Varios de sus goles han sido ejemplares por la calidad de su ejecución y por las decisiones que ha tomado, extraordinariamente ingeniosas para un delantero que fuera del área es cualquier cosa menos sorprendente.
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