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La viuda de Chéjov. ENRIC BENAVENT

Decía Luis Cremades en un poema titulado El espíritu de las letras, que publicó siendo aún muy joven: "Yo soy la viuda de Pablo Neruda, / la otra, indigna, alas de sus sueños". Insisto en que el poeta era aún muy joven cuando lo escribió; porque los adolescentes sensibles y portadores del virus de la literatura tienen cierta tendencia a atribuirse viudedades espurias, al socaire de las fuertes emociones que la lectura de algún genio, convenientemente difunto, haya podido despertar en ellos. La exaltación sentida les puede llevar al convencimiento de que nadie antes de ellos había gozado de una intimidad con el autor tan cerrada, tan doméstica, tan conyugal. Y se convencen de que son los herederos, al menos espirituales, de su legado. Se erigen en sus viudos o viudas y velan ardorosamente los bienes que se atribuyen, los defienden con uñas y dientes, declaran guerras interminables a quien osa poner un dedo sobre la obra que, sin más razón que la que les otorga el amor que en ellos despierta, presumen que les pertenece. En los adolescentes, estas presuntas viudedades -pese a que son tan molestas como cualquier otra obsesión ajena- aún son perdonables. En el fondo, e intelectualmente hablando, la adolescencia no es más que una época de carencias, similar a esas que la publicidad pretende que compensemos con complejos vitamínicos, gingseng y jalea real. Pero cuando las presuntas viudas son ya señores adultos, con plataformas desde las que expresarse en público, y que alardean de un rigor que están en las antípodas de poseer, la cosa se pone fea, pretenciosa y ridícula, es decir, patética. Y gritona, y maleducada. Tienen además una sospechosa tendencia a censurar y a prohibir. Visto desde aquí, y desde ahora, no queda más remedio que decirlo: éramos pocos y parió la abuela. Pese a nuestras artes y nuestras ciencias, nuestros palaus de nueva construcción o rehabilitados, qué duda cabe que Valencia es una ciudad inapetente y de graves carencias, en lo que a cultura se refiere. Y uno de los síntomas que esas carencias provocan es precisamente la proliferación de viudas, endémicas u oportunistas, que nos toca padecer. También por fuera cuecen habas, es cierto. No hay más que ver las que este año pasado le han salido al pobre Lorca, tan soltero en la vida, tan de su hermana y su familia. Dejando aparte a Shakespeare -de quien decía Llorenç Villalonga que, junto con Dante y Cervantes, era de mal gusto hablar-, en los últimos tiempos he descubierto dos viudedades entre nosotros, la anticipada de Billy Wilder y la recién estrenada de Chéjov. Dos viudas terribles, como aquellas madres de Lorca que levantaban la cabeza cuando el toro empitonaba a Ignacio Sánchez Mejías. Pero dejemos a la del cineasta y centrémonos en la del genial tísico ruso. La sintaxis castellana y el papel del narrador parecen haberse erigido en enemigos suyos; la primera es sistemáticamente violada, del segundo pide su prohibición en plural mayestático, "Prohibamos ya..." De un plumazo grotesco pretende cargarse desde el teatro clásico griego en pleno hasta, pasando por una infinidad de textos, el mejor trabajo de Marcello Mastroiani en el cine, según su propia opinión: el narrador de Ojos negros, precisamente una recopilación de cuentos de Chéjov. De poco servirá esta diatriba mía: quizá alborote algún gallinero local, pero las viudas continuarán prohibiendo que nadie se acerque a sus presuntos difuntos sin su permiso, seguirán dando como información el fruto de la ignorancia y lo que se pretende material de cultura, es decir, sus caprichosas e insensatas opiniones, acabarán como hasta ahora engordando e hinchando con flatulencias la ya oronda cultureta. De Chéjov hay que decir que, siendo un hombre sin esposa, o casi, tuvo en cambio una viuda legítima: la Knipper, una actriz con la que casó al final de su vida, y con la que nunca convivió, que formaba parte de la compañía que fundaron el actor Stanislavski y el literato Nemiróvich-Dachenko: el Teatro del Arte de Moscú, agrupación a la que hay que considerar su verdadera heredera, en cuanto a la forma de interpretar y entender sus cuatro grandes piezas teatrales. En esas piezas, y en la forma en que las produjo aquella compañía, ha bebido el teatro de buena parte del siglo veinte. En ellas también, en opinión de Nabokov, está lo peor de su producción: esas señoritas poéticas, ligeramente desequilibradas, en las que se adivina una esquizofrenia galopante; unos personajes, que han hecho mucho por las carreras de las actrices jóvenes y que son muy del gusto de sus viudas que reducen a ellos todo el talento de su autor. Pero Chéjov es mucho más, como descubre quien se acerca a una simple selección de sus innumerables cuentos. Claro que éstos resultan ser en buena parte relatos tristes, y ligeros, para personas con humor, y esta última cualidad es incompatible con la acritud y la furia de sus viudas. Esperemos que no le dé también por prohibirlos.

Enric Benavent es escritor.

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