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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La mujer del lanzador de cuchillos JACINTO ANTÓN

Jacinto Antón

"No hay ningún secreto, es cuestión de ir cogiendo confianza", me dijo el lanzador de cuchillos. El día era de un gris sucio, aullaba un perro y un incipiente olor a comida se filtraba a través de las ventanas de la caravana. Silvano Giribaldi se levantó, fue hasta otra habitación y regresó con un hatillo de paño negro. Lo desenrolló sobre la mesa y extrajo los 11 cuchillos. Brillaban amenazadores poniendo una nota disonante de riesgo y muerte en el espacio doméstico. "¿Puedo?". "Seguro, claro". Pinchaba. Recorrí con el dedo la superficie de plata imaginando lo que sería sentir aquella astilla de luna clavada en la garganta. "Hace 30 años que lanzo cuchillos, empecé lanzándolos contra mi hermana, luego a mi cuñada; desde hace tiempo se los lanzo a mi mujer. Lanzar un cuchillo no es difícil, cualquiera puede hacerlo. La cosa, sin embargo, se complica cuando lanzas sobre alguien, a dos centímetros de su yugular, por ejemplo". El lanzador de cuchillos me dirigió una mirada fría de un azul metálico y tragué saliva involuntariamente. "Cada cuchillo tiene su distancia", seguía ilustrando Giribaldi; "éstos los lanzo a siete metros y les hago dar un giro en el aire". Pensé en Lon Chaney, el lanzador de cuchillos manco de Garras humanas, y en las terribles heridas que produce el chora, el célebre cuchillo del Khyber. Yo no había ido a visitar a Giribaldi para hablar de técnicas, aunque durante algunos años me habitué a llevar una daga que aprendí a lanzar con cierta maestría: era una hoja fina, de punta afilada, con un mango muy pesado que hacía girar el arma en el aire como una bailarina. ¡Qué tiempos! No, yo no estaba interesado en las habilidades de Giribaldi. Yo había ido a ver a su mujer. Llevaba semanas repasando mi lista de ganadores de la Cruz Victoria al valor en el ejército británico de la India, en busca de algún patrón común de carácter y de cualquier indicio que me permitiera dilucidar qué secreta alquimia transforma la natural cobardía amarillenta del ser humano en el zumo púrpura del heroísmo. En fin, resulta que entre mi documentación sobre el condecorado sepoy Khuda Dad Khan, del 129º de Baluchis del duque de Connaught, se había colado una hojita con la noticia de un premio de traducción al inglés del poema de la sueca Kerstin Ekman Knivkastarens Kvinna (La mujer del lanzador de cuchillos). Fue como si se me encendiera una luz. ¡Fuera arrojados lanceros y osados baluchis!: ¿hay alguien más valiente que quien se ofrece día tras día para que le lancen cuchillos? Daniela permanecía en segundo plano planchando mientras su marido explicaba la técnica de lanzamiento con los ojos vendados. "Oiga", le interrumpí mirando de reojo a su mujer, "no suele tener accidentes, ¿verdad?". "¡Oh, sí!, algunos. En una ocasión le golpeé un ojo, con el mango por suerte, y en otra, le clavé un cuchillo en el muslo". Daniela acabó de doblar una camiseta y miró hacia su marido con una sonrisa de ternura y complicidad. "Pobre, se puso muy nervioso; el público casi no se dio cuenta porque el cuchillo se desprendió y cayó al suelo, pero él tenía la vista fija en el reguero de sangre que bajaba por mi pierna. Me preocupé porque entonces empezó a fallar, no podía concentrarse pensando en que me había hecho daño". Imaginé a la pequeña mujer del lanzador de cuchillos herida, su sangre formando un pequeño charco carmesí en la arena pisoteada por los caballos. Y me vinieron a la mente los versos de Rumi: "La verás sonreír cuando arrancan dolorosamente sus pétalos uno a uno". Me sentí anonadado por el valor de aquella mujer, sometida a una ordalía diaria, y a veces, los festivos, dos. Para salir de la zozobra pregunté a la pareja si las inevitables discusiones familiares repercutían en la actuación. Porque, en fin, en ese sentido, me azoré, quizá fuera mejor ser la mujer del payaso, ¿no? ¡Ja, ja! Me miraron y suspiraron a la vez. "Cuando salimos a la pista cortamos cualquier pelea, y en todo caso la continuamos al acabar". El lanzador de cuchillos salió y me quedé a solas con su mujer. "¿No siente nunca miedo?". "No; bueno, le diré la verdad, a veces sí". "¿Y cómo hace para afrontarlo?". "Confío en él ¿sabe? Y en la pista todo es diferente. Se puede estar de pie hasta el final". Me fui masticando la frase. Ahora, a veces, cuando llegan las seis de la tarde, hora de función, marco el número de los Giribaldi. Sale la voz de Daniela, grabada, e informa desapasionadamente de que no están en casa. Y yo cierro los ojos y la veo afrontando el destello que brota de la mano de su marido. Y sentado a solas, en la oscuridad, siento que un rayo de luz atraviesa la habitación, rápido, límpido, esperanzador.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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