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Tribuna:Populismo fin de siglo
Tribuna
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Espectáculo demagógico

El populismo fue una necesidad en la cultura más elegante y elitista del primer tercio de nuestro siglo. En una famosa conferencia, pronunciada en Bilbao en 1910, La pedagogía social como programa político, Ortega y Gasset apostó por la creación de un Estado moderno, en el intento de superar el tradicionalismo decimonónico y el retraso costumbrista de la sociedad: "España no existe como nación. Construyamos España". Este programa no sólo exigía un diálogo abierto con Europa, sino el conocimiento real de las tradiciones españolas, una tierra firme en la que apoyar los pies para el gran salto hacia la Modernidad. Siguiendo a Ortega y a Menéndez Pidal, regenerador de la filología, muchos escritores buscaron una alianza entre el folclore y la vanguardia, un neopopularismo esperanzado capaz de unir los viejos romances con la metáfora surrealista. García Lorca fue al mismo tiempo el símbolo de la España moderna, republicana, cargada de sueños públicos, y el amante de las tradiciones populares. Defender la seriedad de nuestro folclore significaba una búsqueda de universalidad, una lucha contra la literatura costumbrista, contra la espesura local del terruño.El populismo es hoy un fenómeno distinto, un espectáculo degradador y demagógico que afecta a la sociedad española, no tanto porque vuelva de un modo insufrible al viejo costumbrismo (el traje típico, la ermita y la romería), sino porque alude a una nueva desarticulación de la moral pública, al estado de ánimo de nuestra conquistada Modernidad. Después de reírnos de Jesús Gil, un populista con ribetes de payaso dispuesto a convertirse en político, deberemos llorar ante la calidad de nuestros verdaderos políticos, dispuestos a convertirse en payasos y a conseguir votos gracias a la demagogia más burda. La reflexión seria, la defensa de un proyecto, la cultura política tienen menos valor que el arte del chiste, el poder de la comunicación superficial y las dotes para levantar un aplauso fácil en las tertulias de la televisión. El partidismo irresponsable que está marcando los debates más serios de nuestro país, desde la organización del Estado hasta la reforma de la enseñanza pública, es un aspecto más de este populismo desintegrador.

La Modernidad a la que hemos accedido en los últimos veinticinco años supuso el fin de una vieja moral, realmente pegajosa e inaguantable, pero sin que hayamos conseguido la elaboración de una moral nueva, un sistema distinto de responsabilidades y respetos. La extensa oferta de la telebasura nos divierte con programas en los que algunos periodistas se ríen cruelmente de una folclórica tonta o en los que un matrimonio cuenta sus hábitos sexuales, su gusto por hacer el amor en la cocina, valiéndose de un fascinante repertorio fetichista. ¿Qué ocurre cuando estas parejas deslenguadas vuelven a su barrio? Lo que hace unos años hubiese significado la excomunión, el desprecio provinciano y la vergüenza de los hijos en el colegio, es hoy motivo de orgullo. El abandono del espacio público, su privatización, genera la publicidad del ámbito privado. Se trata de una operación obscena, semejante al populismo nacionalista que ha convertido en programa político sus asuntos de familia. No es que salgan en la televisión porque sean importantes, es que se han creído importantes por salir mucho en la televisión. Después de siglos de abuso clerical, nadie se ha preocupado de defender una educación sexual que evite la mercantilización de los cuerpos y las razas.

Aunque parezca mentira, esta nueva situación tiene algún aspecto positivo para la cultura. El viejo vanguardista rompedor, despreocupado por el arte, pero orgulloso de agredir a la sociedad colocando niñas de primera comunión en orgías desenfrenadas, se queda sin trabajo. Cualquier ama de casa es mucho más procaz que él ante millones de espectadores. Claro que esto tiene también su contrapartida: la calidad que se confunde con la pedantería, el mito decimonónico de la dificultad. La torre de marfil, por reacción, fue la gran consecuencia del mercantilismo estético. El creador puro de hoy, interesado en construir historias y vínculos con el lector, tendrá que aguantar que los pedantes, los que no venden un libro, le perdonen la vida.

Luis García Montero es escritor.

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