La ciudad
LUIS GARCÍA MONTERO Las ciudades nos hacen, son el argumento y la trama visible de nuestra sentimentalidad. Los ciudadanos estamos hechos de árboles y calles, de escaleras y ascensores, de mañanas de iglesia y estatuas con palomas, de antiguos patios desaparecidos y de jardines de otro tiempo en los que todavía cae la lluvia. El cristal y la piedra discuten en el fondo de cualquier conversación, las palabras flotan en el amarillo titubeante del alumbrado público y los recuerdos se levantan al mediodía, toman el sol y caminan por itinerarios y fachadas conocidas, para recorrer la distancia que hay entre una memoria y el banco vacío de una plaza. Las estaciones existen en ese territorio flexible donde los termómetros coinciden con la geografía urbana. El invierno es el mármol frío de una iglesia en las rodillas; la primavera viene en los labios verdes del campo, que se inclina y bebe agua en las fuentes del centro de la ciudad; el verano saca un pañuelo de hilo y se limpia la cara, bajo el calor insoportable de un autobús sin aire acondicionado; y el otoño espera en cualquier sitio, no se sabe bien a quién, pero siempre enfermo y gris, sin tráfico, con sus dedos vespertinos y su taza de té, como una tía soltera. Las ciudades nos hacen, luego se deshacen ellas y nos dejan solos. El calendario sigue rodando bajo nuestros pies, pero ya no existe el mismo frío en el mármol de las iglesias, el campo se lleva la primavera a otro sitio, el verano busca autobuses y coches con aire acondicionado y el otoño utiliza otras metáforas. La ciudad corrige sus manuscritos, borra, añade nuevos paisajes, cierra cafeterías, abre autopistas, levanta barriadas, derriba edificios y nos acompaña hacia el futuro. Cualquier tiempo pasado no fue siempre mejor, eso es mentira; lo único cierto es que las ciudades nos hacen y luego desaparecen, dejándonos solos, peregrinos en el viento, alimentados por raíces que se extienden en la nada. Al estudiar las columnas rotas y las iglesias abandonadas de Toledo, Bécquer descubrió la inestabilidad esencial de la Historia, la mentira que duerme en toda verdad. Baudelaire tuvo el mismo sentimiento cuando París rompió sus fronteras antiguas y se abrió a los bulevares y a los velocísimos coches de caballos. Esa era la velocidad del tiempo desestabilizador, la de un viaje en coche de caballos. Nuestra velocidad rompe las barreras del sonido y persigue el ritmo inabarcable de la luz. Los granadinos han conocido esta semana la geografía de lo que será su ciudad, un espacio metropolitano que tiene muy poco que ver con la geografía urbana de mis sentimientos, de cualquier sentimiento con más de veinte años. La inmovilidad resulta siempre un mal consejo, una decisión peligrosa y suicida. Debemos ir por delante, imaginar la ciudad futura, atrevernos a vivir. Eso es verdad, lo sé. Pero también es cierto que ya no existe la ciudad que me hizo, que vivir en esta nueva geografía metropolitana es para mí como vivir en el viento y que me resulta imposible no intuir la fragilidad de eso que llamamos raíces. Entre el infinito y la perplejidad, debo inventarme un nuevo modo de pensar en los vínculos.
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